Noviembre es conocido como el mes de los difuntos y la mayoría de la gente se ha acercado de alguna manera en estos últimos días a los restos de sus seres queridos que fallecieron. Pasado este tiempo, solemos arrinconar el tema de la muerte, que es una de las grandes cuestiones tabú para la gente de hoy. Sin embargo, ahí está y, ante ella, se dan distintas actitudes que suelen estar muy relacionadas con el estilo de vida que lleva y sigue cada uno.

Por un lado están aquellos que se dicen aquello de «comamos y bebamos que mañana moriremos». Una visión superficial y frívola que nace de la idea de que si con la muerte se acaba todo, hay que estrujar a toda costa el presente, pasándolo bien, caiga quien caiga y sin pensar en el futuro.

Otros, cuando miran el final se desesperan. Piensan que si la vida misma es un «valle de lágrimas», la muerte es aún más absurda. Esta visión produce desgana, pasividad y tristeza permanentes.

Hay quienes no creen en el «más allá» pero, sin embargo, se toman muy en serio la vida presente y no se quedan de brazos cruzados. Se preocupan por los demás, luchan por la justicia, por la paz... En definitiva, buscan un mundo más habitable. Son quienes no creen en un cielo como suele entenderse dentro del ámbito de las religiones, aunque, para mí, están adelantando algo del cielo en la tierra, aunque no lleguen a ser conscientes de ello.

Por último, hay una actitud, que debería ser también la de los cristianos, idéntica a la anterior en cuanto al compromiso por hacer un mundo mejor, pero con una fe en la transcendencia, en la vida eterna. Piensan que este mundo tiene mucha importancia y lo aman, pero no como algo definitivo. Ven la vida eterna conectada a la vida presente y entienden su fe no como un simple pasaporte para bien morir, sino como una fuerza que les impulsa a vivir solidariamente.

Así entendida, «la vida eterna» no es opio, tampoco es narcótico que nos brinde un falso consuelo para nuestros problemas o inquietudes, como en algunas ocasiones se dice.

A ello se refería el antiguo Papa Benedicto XVI cuando dijo: «Si nos atrevemos a creer en la vida eterna, a vivir para la vida eterna, veremos cómo la vida se torna más rica, más grande, libre y dilatada».