El Vivero estaba mucho más allá de la Cruz de los Caídos. O sea, en el quinto pino. De manera que ir por allí significaba estar en la adolescencia. Ya no ibas acompañado por la abuela o los papás. Las compañías eran mucho más gratas. Las amigas. En pandilla, naturalmente, pero con dos pandillas. La tuya y las de ellas. Una multitud.

El Vivero, lo que se dice el Vivero, ni lo veíamos. Decían que era del ayuntamiento y tenía árboles. Si acaso su puerta, junto a la que jugábamos al fútbol para chulear ante ellas. O para jugar a las prendas y a ´encima´, que, la verdad, no era muy encima, pues debías contentarte con rozarle los hombros o los brazos aunque algún aprovechado agarrara cualquier otra parte del cuerpo excepto esas, mayormente los pectorales. Como el espacio era estrecho salíamos a la carretera. Sin muchos prejuicios si se trataba de la de Malpartida, pues apenas tenía tráfico. No así la de Salamanca, por la que circulaban muchos vehículos y muy deprisa. Además, pasaban las empresas qye venían de la ciudad del Tormes y de Plasencia. En la margen derecha había un zonche alargado del que teníamos que sacar las pelotas de fútbol en muchas ocasiones. Todavía quedan eucaliptos. Era un paseo de primavera, de manera que se prolongaba hasta llegar el anochecer. Era el momento de regresar. De seis o siete en fondo, con los jerseys anudados a la cintura y unas florecillas en las manos. Otros no habían satisfecho sus ansias lúdicas y seguían dándole patadas al balón. En la pandilla se sabía que a varias Fulanitas les gustaban distintos Fulanitos y viceversa, el personal colaboraba y procuraba que estuvieran juntos. Tanto se juntarían que algunos aún permanecen como parejas.