Una ciudad, en un tiempo indefinido, brutalmente segregada. Los ricos poseen el don de curar, viven en un recinto amurallado y aspiran a ser ascendidos a la ciudad de los dioses, Ayantek. El populacho, si no consigue un techo bajo el que cobijarse, está condenado: al caer la noche, una especie de murciélagos asesinos salen de las cloacas y devoran a quien encuentran. Solo tienen otra opción, aparte de rebelarse: ser conejillos de indias de experimentos dignos del doctor Mengele. Es el mundo de Ayantek (Insólita Editorial), la sorprendente primera novela de Míriam Jiménez Iriarte (Pamplona, 1975), zoóloga y auxiliar de veterinaria trasplantada a Valencia. Dos facetas profesionales que tienen mucho que ver con la salvajada que ha escrito, y que la sitúa de golpe entre las cada vez más numerosas nuevas voces del género en España que están ganando nuevos públicos lectores.

Imaginemos un planeta que tiene como modelo las granjas de cerdos, los animalarios en que se crían especies para experimentación, los primeros experimentos médicos o veterinarios con vivisecciones a la brava o las clases de prácticas de la facultad de veterinaria. Con hombres viviendo bajo estas condiciones, ¿qué sucedería? Lo mismo que en una granja con animales sometidos a estrés extremo: se acabarían matando entre ellos. Ni rastro de bondad, ni compasión. O sí: queda la esperanza, pero a contracorriente, como heroicidad, como excepción. «Si la cultura se va a la mierda, la ética se va a la mierda también», concluye la escritora. «Comes o te comen. Todo el mundo es a la vez víctima y verdugo. En un sitio en que cubres apenas las necesidades básicas, hacinados, a oscuras, sucios, muchas veces enfermos, se matan entre ellos. ¿Merecería la pena vivir en un sitio así? Si tú te lo planteas, no querrías. Pero no nos damos cuenta de lo adaptables que somos las personas y hasta dónde somos capaces de llegar, porque la supervivencia está por encima de cualquier cosa. Esto es etología pura y dura».

Experiencia personal

Lo de los murciélagos carnívoros también tiene «su historia», vinculada a la carrera profesional de la autora. Unos mamíferos a los que califica de «putos demonios». «Cuando terminé la carrera estuve haciendo prácticas en el animalario de Pamplona con unos animalitos que se llaman tupayas. Unas musarañas arborícolas, insectívoros con el morro largo y los dientes afilados. Eran los hijos del mal encarnados, la cosa más demoniaca que haya. Me tocaba hacer lactancia a las crías pero en cuanto les salían los dientes te querían directamente destruir».

Ayantek tiene un tema común con la trilogía Los ojos bizcos del sol, de Emilio Bueso. Qué sucede con una sociedad avanzada cuando todo se hunde, la civilización queda en el olvido y sobre las ruinas se reconstruyen nuevas formas de vida. En el caso de Ayantek, ver, poco a poco, «qué es lo que realmente hay debajo» de esa sociedad, y quiénes son esos dioses que la supervisan, es donde está, dice, la «enjundia» de la novela. Crueldad perturbadora, violencia y tortura, vísceras desparramadas.

Coincidencias

Suena al grimdark de escritores como Joe Abercrombie. Pero Jiménez se dice lectora de Tolkien en materia fantástica, y de novela negra. Algo de eso hay en el mundo de las tabernas, bajos fondos y matones de Ayantek. «Cuando escribo fantasía leo otras cosas. Género negro, y más ciencia ficción que fantasía. De hecho, la historia gira hacia la ciencia ficción. En realidad, es ciencia ficción disfrazada de fantasía. Hay gente que odia la fantasía porque dice que recurre demasiado fácilmente al truco del deus ex machina. Y yo soy muy de ciencias».