La democracia, como recordaba recientemente el presidente estadounidense Barack Obama, tiene parte de caos y desorden y aunque pueda intentar dar pasos para perfeccionarse sigue regida por la ley del imperio de la mayoría, que silencia las minorías e impone sus designios. En el microcosmos del experimento democrático de la Academia de Hollywood, esa ley también impera.

Hay cerca de 6.000 miembros con derecho a voto, una masa heterogénea de la que es imposible esperar un solo mensaje. Pero el que cuenta en los Oscar, que el domingo se entregaron por 83 vez en la historia en una de sus menos entretenidas y sorprendentes galas, es solo el que dicta la mayoría. Y este año se ha oído alto y claro: hagan cine correcto, intachable y clásico --a poder ser bien recibido por crítica y público-- y serán recompensados por ello.

No es que haya nada que objetar a la coronación de El discurso del rey , que tras haber recaudado casi 180 millones de euros en todo el mundo se llevó cuatro de los 12 Oscar a los que aspiraba: película, dirección (Tom Hooper), guión original (David Seidler) y actor protagonista (Colin Firth, que dejó sin su segunda estatuilla a Javier Bardem).

Tampoco tiene tacha el reconocimiento a trabajos de actuación como el de Natalie Portman en Cisne negro y los de Christian Bale y Melissa Leo en The fighter . Pero sus triunfos, sobre todo el de la mejor película, ha dejado un regusto de retroceso en la Academia.

No está para muchas innovaciones esta Academia este año, por más que haya intentado revestirse de contacto con la realidad de mundo hiperconectado ampliando su dimensión multimedia y su presencia en internet el año en que una de las candidatas era, precisamente, La red social , el retrato del nacimiento de Facebook y de toda una generación. Y aunque por segundo año consecutivo recuperaba la fórmula de ampliar a diez los títulos nominados a mejor película quedaba claro que no tenían posibilidades de alcanzar la cima en la principal categoría creaciones independientes como Winter´s bone o Los chicos están bien, superproducciones inusuales como Origen o Toy story 3 y personales como la de Darren Aronofsky.

Nada el domingo miró al futuro. Los jóvenes presentadores de la ceremonia, Anne Hathaway y James Franco, fueron, siendo generosos, caducos, sobre todo él. Armados con un pésimo y también conservador guión, hasta rompieron la tendencia de la gala de los últimos años y según los primeros datos de Nielsen estos Oscar han perdido audiencia en televisión.

Prometidas proyecciones que debían convertir el Kodak en escenario de innovación dejaron solo un tufillo a algo ya visto. Y poco animó la fiesta, salvo las apariciones de Kirk Douglas y Billy Crystal, la buena química entre Jude Law y Robert Downey Jr. y Russell Brand y Helen Mirren o el desliz nervioso de Melissa Leo que le llevó a pronunciar por primera vez la palabra "joder" en un discurso de Oscar, dando pie a la única broma recurrente de la noche. Hasta con el reparto los académicos trataron de evitar excesos que dieran pie a triunfalismos. Como Salomón, dieron al menos una estatuilla a ocho de las 13 películas que sumaban dos o más nominaciones.

Los Angeles se sumergía ayer en el debate sobre el retorno del conservadurismo. Pocos ganaron más corazones en la gala que Seidler, el veterano escritor de 73 años al que su propia tartamudez acercó a la historia de Jorge VI y que tuvo que esperar décadas, hasta que muriera la reina madre. para contarla. "Tenemos voz, hemos sido oídos", decía sobre el escenario. También se metió a la gente en el bolsillo Randy Newman, con su segundo Oscar, recordando que le habían hecho falta 20 nominaciones para llegar hasta ese punto. Y se ganaba aplausos Charles Ferguson, director del documental Inside job que hacía la única referencia política de la noche (no cuenta como tal la aparición de Obama en un vídeo para señalar As time goes by como su canción predilecta del cine).