Desde la muerte de George Floyd, asfixiado por un policía en Minneápolis, hasta hoy han sucedido demasiadas cosas en la trágica radicalización del racismo que se registra en Estados Unidos como para que quepan dudas acerca de la condición de Joe Biden como candidato de la minoría negra (15% de la población). El salto de Barack Obama a Donald Trump ha reactivado, en una sociedad extremadamente dividida y compleja, la enfermedad endémica del racismo, la vigencia de prejuicios atávicos y la desigualdad crónica entre blancos y negros cuando entra en acción la justicia. Ni siquiera el apoyo multirracial al eslogan Black lives matter ha moderado la escalada de agravios y el clima de sospecha generalizada hacia la comunidad negra alentado por el presidente Trump.

Los errores cometidos por Biden no han modificado la decantación del voto negro a su favor. Porque fue un error de bulto, luego corregido, su declaración de mayo de no considerar negros a quienes, siéndolo, voten a Trump; porque fue una equivocación, rectificada también, presentar en agosto a la minoría negra como una sociedad monolítica, menos diversa que la latina. Nada ha evitado que prevalezca la sensación de que todo puede ir a peor si el presidente resulta reelegido y nada ha impedido que se imponga el recuerdo de la foto de Biden junto a Obama durante ocho años.

La movilización del voto negro, que Hillary Clinton no logró concretar en el 2016, parece que la ha activado Biden a pesar de sus limitaciones como líder gracias a la exasperación de la calle y al hartazgo provocado por una política que demasiado a menudo se remite a la peor tradición supremacista blanca.

Falta por saber si la inscripción de votantes ha sido la necesaria para dar el vuelco o si, entre el escepticismo y los obstáculos de una burocracia con frecuencia hostil, demasiados ciudadanos han optado por quedarse en casa. El dato es fundamental porque desde el final de la segunda guerra mundial todos los presidentes demócratas, salvo Lyndon B. Johnson, vencieron gracias a ese voto. Y lo es también porque a Hillary Clinton le faltó sumar apenas 80.000 votos para ganar en varios estados bisagra en los que ahora las encuestas vaticinan batallas electorales en un pañuelo.