Zvi Abramovich (77 años), Gabriel Trze-wik (57) y su hija Maayan (27) representan a tres generaciones de miembros de Dvir, un kibutz (comuna agrícola) fundado al norte del Négev en 1951 por un puñado de judíos húngaros que huían del Holocausto y engrosado con miembros de Chile, Cuba y Argentina. Hacía poco que la ONU había aprobado la resolución 181 que reconocía el derecho del pueblo judío a tener un estado propio, y ellos, sionistas socialistas, querían plantar la simiente de una sociedad igualitaria. Eran jóvenes inflamados de ideología («cuando murió Stalin se pidió un minuto de silencio», le contó a Abramovich uno de los húngaros, que expulsaron del panteón al líder soviético cuando Nikita Jrushov enumeró sus crímenes). Plantaron cuatro tiendas de lona y cogieron el azadón bajo un sol irredento hasta conseguir que crecieran frutales.

Dvir colectivizó la vida («cada cual debe dar según sus posibilidades y recibir según sus necesidades», era la regla). Solo se podía hablar hebreo, no circulaba el dinero, los niños eran hijos del kibutz (dormían en nurseries por franjas de edad), los estudios se ajustaban a los apremios del colectivo y para cualquier demanda material -desde un frigorífico al préstamo del coche comunitario- había que ponerse a la cola («llegué a Dvir en 1965 y hasta 1977 el kibutz no aprobó mi billete de avión a Argentina para visitar a la familia en Rosario», recuerda Abramovich).

Sadam y el cambio de modelo

Una docena de primeros ministros, seis guerras con los vecinos árabes y dos intifadas después, los niños viven con sus padres, el sueldo va a quien lo gana y la fábrica de contenedores de plástico que crearon en 1976 exporta a 40 países. Sí, el movimiento atravesó turbulencias. Una en 1988, cuando la inflación galopante hundió empresas en los kibutz, y otra en 1991, cuando los misiles de Sadam Husein llovieron sobre Israel y se decidió que los niños durmieran con sus padres. «La medida no tuvo vuelta atrás», cuenta Gabriel Trzewik, que pasó encantado de compartir con su esposa una casita de 44 metros cuadrados a encajar ahí a dos hijos.

Aquellos pretextos económicos, bélicos y de confort abrieron el apetito de libertad individual. Muchos miembros abandonaron la comunidad y hubo que aflojar el cinturón del marxismo. Acordaron que cada cual gestionara su dinero, pero que el kibutz garantizaría a los miembros salud, educación y seguridad, un sociedad de bienestar que los gobiernos no ofrecían. Hoy, cuando el Ejecutivo de Binyamin Netanyahu agranda la desigualdad con políticas de corte neoliberal, Dvir, que cuenta con 150 miembros de derecho, vuelve a ser atractivo para los hijos del kibutz que salieron en estampida del hogar común para dar brazadas en la desconocida sociedad de consumo. «Están a punto de instalarse siete nuevas familias», señala Trzewik.

Trzewik, licenciado en Matemáticas que trabaja en una compañía de aplicaciones informáticas a una hora en coche de Dvir, sigue pensando que Israel es su lugar en el mundo. Pero desaprueba la Administración de Jerusalén y el influjo de la minoría religiosa sobre la política común. Hoy se sitúa en un «socialismo de corte escandinavo» más atemperado que el de su juventud, cuando militaba en el movimiento Dror (Libertad) mientras el general Videla inauguraba la dictadura argentina.

Un ejemplo para el mundo

Al emigrar, en 1981, Trzewik tenía la convicción de que los judíos debían vivir en Israel e intentar construir «un país que fuera ejemplo para el resto del mundo». El primer impacto, recuerda, fue ver al primer ministro Menájem Beguín, del Likud, «emplear la demagogia» para mover masas. «Ahora hasta me parece buena persona -dice-. Firmó el acuerdo de paz de Camp David [1978] con el presidente egipcio Anwar Al-Sadat [dio pie a la retirada de los israelís del Sinaí y la creación de la Autonomía palestina] y el tratado de devolución de la península del Sinaí a Egipto [1979]».

El veterano Abramovich, que emigró en 1965, tiene la visión del que ha vivido varias de las grandes guerras contra los árabes -«en la de los Seis Días [1967], al estar cerca de la frontera con Egipto, fuimos soldados dentro del kibutz, y en la de Yom Kippur [1973] me limité a transportar gente a la intersección de caminos», se alegra-, pero igualmente sueña con «ver el fin de este Gobierno de ultraderecha».

Coincide con el sueño la hija de Trzewik, Maayan, que nació en el kibutz hace 27 años y estudia en Tel Aviv un máster en Psicología Social. «Hay demasiados problemas sociales y políticos, y ellos están centrados en preservar el Estado existente y cuidar los intereses de un pequeño círculo de partidarios». Su padre cree que en Israel se ha enquistado el «mito» de que la izquierda no sabe defender al país: «Es un cuento que apela a lo más bajo de la condición humana y que la derecha sabe vender muy bien». Y Abramovich añade que la llegada de judíos procedentes de países árabes ofreció el nutritivo sustrato para dar vigor al «mito».

La otra gran preocupación de los kibutzniks es el conflicto que no cierra con los palestinos («en el kibutz la albañilería estuvo -y está- en manos de palestinos de zonas próximas», cuenta Trzewik). A Dvir, situado a 40 kilómetros de Gaza, tarda dos minutos en llegar un misil y reducir a cascotes un edificio. Alarma y, zas, todos a los refugios («por eso hay menos muertos del lado israelí -puntualiza Trzewik-; en Gaza la autoridad utiliza el hormigón armado en la construcción de subterráneos para comerciar con Egipto»).

«Esto no es una película de buenos y malos como se describe en Europa -matiza-. Hay mucha gente de un lado y del otro que solo quiere vivir en paz». En su opinión, el pueblo palestino es «usado como rehén» por la Administración de Hamás. Coincide en el diagnóstico su hija, que sirvió en las fuerza aéreas como oficinista: «Muchos están pasando privaciones, viven bajo un régimen violento -en Gaza- y son alentados por los líderes a considerar que no les queda otra salida que la acción armada». Y añade la joven: «Israel debe permitirles reconstruir su economía y cooperar con ellos. Queda mucho por hacer para educar a los israelíes a ser más pluralistas y comprender a sus vecinos».

Seducir con ideas de izquierda

Abramovich, por su parte, considera que Israel no puede cargar con el peso de los territorios sobre sus hombros. «Hay que retirarse de ahí, no solo les hace daño a ellos, también a la izquierda israelí». El problema, añade, es que «al otro lado no hay nadie a los que podamos seducir con nuestras ideas de izquierda. Todos los días oyen que la finalidad es destruir a Israel». El argentino, que sigue trabajando en la fábrica a los 77 pero ya no es reservista, asegura que Hamás no está sola. «Tienen ayuda de los países árabes, e Irán es el más terrible -valora-. Apoya a Hezbolá del Líbano, que es una ofensa a la humanidad. ¡Es tremendo lo que hacen en Yemen y Siria!». Y anota que Israel ha montado un hospital en la frontera siria para atender a heridos de guerra.

No es la única iniciativa de pacificación. La esposa de Trzewik, Yael, es miembro de la oenegé Road to Recovery, que recoge en el punto fronterizo de Gaza a niños que necesitan asistencia médica y los traslada a hospitales israelís («es una forma de desdemonizar; de que vean que no somos monstruos sino personas»). Su cuñado, por su parte, tiene un foro de familias víctimas del conflicto y organiza una ceremonia conjunta en memoria de los muertos previa al Yom Kippur (Día de la Expiación). «En la última el Supremo israelí aprobó la entrada de 90 palestinos para asistir a la ceremonia -explica Trzewik-. Fuera, manifestantes de ultraderecha nos acusaban de traidores. Una situación extraña: le decían a gente que había perdido a un ser querido cómo tenían que hacer su duelo».

Entre «ocupantes» y «traidores». Ahí sobreviven los tres. Pero la esperanza, coinciden, es lo último que se pierde.