Hace breves fechas que he llegado al medio siglo. La cifra es tan redonda que merece la pena meditar un poco sobre ella. Dicen que ahora es cuando realmente los seres humanos empiezan a ser quienes son o quienes quieren ser en realidad. Desde la cuna mis padres me inculcaron que el gran objetivo de un ser humano es ser ‘buena persona’ -lo demás siempre es superfluo- y es ahí donde pongo cada día el acento de mis afanes y trabajos cotidianos. Aunque esa bonhomía sea interpretada por muchos como una debilidad, yo me siento fuerte en esa actitud.

Mi primer recuerdo vital es camino de la guardería en un barrio de arrabal de Sevilla subiendo por unas canterías de la mano de mi madre. En ese espacio inocente y sencillo de la infancia, rememoro sus pantalones de campana y su jersey rojo. Los caminos que recorro en estos momentos han cambiado, y ahora es la avenida Isabel de Moctezuma quien me contempla. Lo hago en solitario y aunque mi progenitora no esté físicamente en ese trayecto, en ocasiones percibo su presencia y recuerdo algunos de sus consejos como ‘Más puede la miel que la hiel’.

En este medio siglo ha habido tiempo para todo. Para el juego, para el estudio, para la música y para enamorarse. Sin música y sin amor la vida es un error. He amado -como decía Machado- todo lo que las flechas de Cupido me han dejado. Ahora cada día me levanto con un ‘te quiero’ a mi compañera de vida. Y con ese comienzo de jornada ya las cosas, por mucho que se tuerzan, no pueden ir muy mal. Solo siento en este trajín de días que pasan no tener más tiempo para ella, para la música y para mí, pues tengo la mala costumbre de dejarme siempre para lo último. Pero nunca es tarde para ser inmensamente feliz, sobre todo si se ejercita a diario la armonía con quienes te rodean. Refrán: Dando tiempo al tiempo el mozo llega a viejo.