Cómo fueron de inesperados, que continúan los análisis sobre los resultados de las elecciones en Andalucía. Una muchedumbre de politólogos, tertulianos, analistas y escritores varios siguen, seguimos, intentando averiguar qué ha ocurrido, y qué está pasando; creyendo encontrar claves, en ese ejercicio algo detestable que es explicar el origen de las cosas una vez que han ocurrido, al igual que se achaca a los economistas saber perfectamente que viene una crisis, una vez que ha llegado.

No es frecuente, pero para mí sí importante, detenerse primero en la participación electoral, y la cifra asusta, un 41% de andaluces decidieron ni molestarse en acudir a las urnas, lo que ya de por sí devalúa el resultado final de implicación de los ciudadanos en su democracia, y normalmente es el funcionamiento del sistema político, su bajo nivel, el responsable del absentismo.

Y no es para menos en un día a día continuo de sobresaltos, de variabilidad infinita, de vaivenes de partidos y dirigentes; de exageraciones, de sobreactuación, de postureo como se dice ahora; de falta de valor para optar entre inconvenientes, que es la política, y plantear ideas claras para los problemas oscuros: pensiones, desempleo, cierre territorial de una vez del Estado, adaptación al cambio climático y transición energética desde los combustibles fósiles, resultados educativos, relaciones laborales justas por ambas partes, idoneidad del conjunto educación-formación-empresas-investigación…

Esa bolsa de hartazgo se ha hecho presente también en el paquete complejo de votantes que ha apostado por la ultraderecha, una caja de Pandora de la que se pueden sacar camisas azules nostálgicos, fascistas de nuevo cuño, vecinos asustados por la tasa de inmigración en su pueblo, pero también probablemente un grupo amplio de desheredados del sistema.

Y es que la modesta recuperación de la crisis se está haciendo con una gran injusticia, una falla notable en el mecanismo redistribuidor de riqueza, más fácil en un país como España de débiles controles fiscales y laborales, que está generando en los cinturones de las ciudades un caudal de familias y votantes desesperados que han decidido intentar romper con todo; lo que ocurrió en la entreguerra, de la Primera a la Segunda Mundial, en Europa, es muy ilustrativo de esos movimientos sociales y políticos.

Tras el resultado, dentro de cierta ingenuidad política, casi Ciudadanos es el partido más legitimado para liderar gobierno, pues es el que ha subido dentro de la derecha y tiene en su historial una cuota de responsabilidad al haber permitido la gobernabilidad de Susana Díaz; es conveniente para los socialistas que pasen a la oposición, y reflexionen, y es el momento de ellos y de PP facilitar soluciones pactadas para los problemas de los andaluces, y de practicar un razonable cortocircuito a la ultraderecha.

Es un terremoto lo sucedido, en esta España donde todo el mundo sabe lo que circula por redes sociales y grupos de whatsapp de oleada derechista y españolista, que explica la resurrección de los azules y hoy verdes. Es como si un gigante hubiera volcado el tablero político hacia la derecha y todos hubieran resbalado porque, ¿proponer un salario mínimo de 950 euros, como pactó Podemos con PSOE, se puede llamar razonablemente de extrema izquierda?

Derechistas catalanistas y españolistas pueden estar contentos del monstruo que nos han traído 40 años después. España no puede ser el programa de partido político alguno, porque no es el problema, sí lo es la sanidad pública sostenida, el reparto del crecimiento, el que se imponga una política y una economía al servicio de las personas y no de los grandes negocios multinacionales y partidos que las sostienen. Ya se sabe que la deriva de la derecha catalana fue una válvula de escape para resolver una posible explosión social, y que uno de los más irresponsables políticos de los últimos tiempos, Carles Puigdemont, sigue echando gasolina desde el mismo momento que cerraron las urnas en Andalucía.