El verano es anárquico, indisciplinado, asfixiante, excesivo. El verano es una borrachera de fuego solar, una malatía febril y delirante que todo lo suspende y aplaza, incluso el pensamiento. El verano es jolgorio, despelote, despilfarro y superficialidad. El verano es tiempo de migraciones, de pirómanos, de encuentros y desencuentros, de agua y arena, de sol y sombra, de terrazas y cañas, de comidas pantagruélicas y de siesta, de conciertos, de verbenas y de fuegos artificiales.

Menos mal que el otoño llegará pronto para devolvernos el equilibrio, la sensatez, el criterio, la normalidad. El otoño actuará sobre nosotros como un bálsamo mágico capaz de devolvernos la cordura, el sosiego, la serenidad, la disciplina, la bendita rutina. El otoño vendrá para instalarnos de nuevo en la austeridad de las pasiones y los deseos, en el trabajo, en el estudio, en la creatividad, en la armonía. El otoño nos traerá de nuevo el gusto por el cuerpo bien vestido, por el jersey sobre los hombros, por el calor de una suave manta sobre nuestros ajados y destemplados cuerpos.