Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano, su instinto de supervivencia. Nos hemos adaptado a esta nueva realidad poco a poco, y ahora nuestra normalidad está llena de gestos que quizá siempre fueron necesarios, y nunca quisimos asumir. Todos nos quitamos los zapatos cuando volvemos de la calle, y nos lavamos las manos, como si antes no hubiera gérmenes en los mismos sitios que ahora miramos con aprensión. Hemos asumido los guantes, las mascarillas y la lejía como complementos de moda, y durante un mes y medio nos hemos apañado con nuestros conocimientos estéticos, que es mi caso, confieso, son inexistentes. De hecho, mis cejas ahora luchan por volver a poblarse después de una depilación fallida, nada que no puedan arreglar el tiempo y unas manos más expertas que las mías. Mucha adaptación, sí, y mucho instinto, pero ha sido abrir las peluquerías y nos hemos lanzado a la necesidad más acuciante: la de vernos bien, y que nos vean. Hay quien ha ido solo a cortarse unas greñas que parecían de náufrago, por pura necesidad, porque casi ha estado a punto de echarse una ensaladera a la cabeza y cortarse lo que sobresaliera, el corte tazón, como nos hacía mi madre para ahorrarse la peluquería de cinco hijos, mientras no pudimos protestar, claro. Estos han ido como si el sillón del peluquero fuera un silla eléctrica, pero otros se han lanzado para mechas, tintes, uñas, y otros retoques. Quizá sean los mismos que yo he visto arreglarse para ir a la compra mientras los demás cubríamos las lorzas adquiridas con las socorridas mallas y las camisetas que pueden lavarse a noventa grados. Y los mismos que salieron a hacer deporte el primer día como si fueran espectadores y no meros paseantes, conjuntados hasta las cejas (perfectamente depiladas, no como yo) y reflectantes como personas anuncio. Puede que como especie nos defina nuestra capacidad de adaptación al medio, pero no hay que olvidar nuestra necesidad de mirarnos y reconocernos, y sobre todo, de ser mirados. Hay algo conmovedor en ese afán con que nos hemos lanzado a vernos guapos, y sobre todo en ese increíble gesto de pintarse los labios, para taparlos con una mascarilla, y en arreglarse las uñas que van a cubrir unos guantes. Antes muertos que sencillos, sí, pero tomarse el esfuerzo de arreglarse, aunque te dejes las cejas en el intento, no deja de ser una forma de resistencia contra la triste y gris uniformidad de estos días.

*Profesora y escritora.