Los que estamos entre el agnosticismo y el ateísmo sabemos bien que se trata de una postura ética que trasciende la actitud hacia las religiones. Personalmente estoy en un espacio desconocido entre ambas posturas: no soy puramente agnóstico (porque sí creo que se puede acceder al conocimiento de lo trascendental, aunque el ser humano aún no lo haya conseguido) ni tampoco me arrogo la capacidad de negar la existencia de nada que no pueda demostrar. Lo único seguro es que no soy creyente en casi nada que no vea con mis ojos o toque con mis manos.

Decía al principio que se trata de una postura que trasciende lo religioso porque quienes no creemos en dioses divinos aún creemos menos en dioses humanos. Me refiero a quienes hemos hecho la reflexión intelectual pertinente de lo que significa no creer. No ocurre del mismo modo a la inversa. Es decir, quienes creen en entes divinos, no siempre creen en dioses terrestres y, lo peor, mucha gente que no cree en las religiones adora a multitud de divinidades laicas. Cuando Nietzsche —el autor de la célebre afirmación «Dios ha muerto»— definía a personas convertidas en rebaños en su gran obra «Así habló Zaratustra», se refería más a las que siguen a los pastores humanos que a las abstracciones religiosas.

Particularmente, nunca he tenido un panteón de dioses, mitos ni héroes. Lo más cercano a eso es mi admiración profesional por Stanley Kubrick —en mi opinión, el mejor cineasta que ha existido—, pero cuando me he visto obligado a analizar sus filmes plano a plano para mi tesis doctoral he descubierto que también cometía muchos errores. El respeto y la admiración me parecen ideas bellas, pero siempre he considerado que la veneración y la genuflexión son conceptos extremadamente tóxicos.

En política se da mucho lo del «rebaño de Dios». Sin embargo, no debería haber nada más exento del sentimiento religioso que la acción civil que busca por medios colectivos el mejoramiento de la sociedad para el conjunto de la ciudadanía. Los líderes políticos son encargados circunstanciales de dirigir organizaciones sociales, y las organizaciones sociales son solo una forma en que la ciudadanía tiene de ordenarse para vehicular la voluntad popular. Sin embargo, hoy más que nunca los líderes parecen santos laicos y los partidos políticos iglesias consagradas a cultos donde los profanos se pierden como ovejas descarriadas.

Yo no he venerado nunca líderes ni organizaciones, ni lo hago ni lo haré. Si en religión estoy más cerca del agnosticismo, en política soy ateo. Es decir, niego la existencia de dioses. En este caso, además, no se trata solo de una convicción ética, sino de un aprendizaje intelectual. Cuando se ha estudiado aunque solo sea unas pocas páginas de Ciencia Política, se sabe perfectamente que el único principio común a toda reflexión es la obligación de poner en duda cualquier certeza.

Desde mi punto de vista, creer en la transubstanciación del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Cristo es tan difícil como pagar cantidades insultantes de dinero para ver jugar a Lionel Messi, hacer colas interminables para conseguir un autógrafo de Angelina Jolie, arrojar ropa interior al escenario de Alejandro Sanz o agachar obedientemente la cabeza a todo lo que digan Abascal, Casado, Iglesias, Rivera o Sánchez. Para mí está todo exactamente a la misma altura ética e intelectual.

Los pueblos libres se construyen de ciudadanía libre, y la ciudadanía libre de personas libres. Ya sabemos que ser libre es muy difícil. Para ser libre primero hay que querer ser libre —esto es lo más complejo de todo—, después librar una larga y dura batalla por serlo y, una vez conseguido —todo lo libre que uno puede ser en la sociedad del neoliberalismo salvaje—, lo verdaderamente épico es conservar esa libertad.

Según el CIS, casi el 25% de la ciudadanía española no es creyente. Me satisfaría que el porcentaje pudiera aplicarse a la devoción política. De momento, me conformo con que del 75% de los que se declaran católicos, el 62% asegura que nunca va a misa.

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