En mis años de estudiante se vinieron a vivir dentro de mí. Alegremente. En el aire confiado de la juventud. Viejo caserón de San Isidro salmantino donde mi carrera estudié. Ellos. Hans Kelsen y Fray Francisco de Vitoria. Rudolf von Ihering y Cesare Beccaría. Ellos y una fe ciega en el derecho como ciencia. Como camino de perfección. Como aspiración de ayer y para siempre. Ellos. Ellos y Don Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate. Por ejemplo. Como ejemplo.

Y luego esto. Los bárbaros. Los que todo lo atropellan. Mitad odio, mitad ignorancia. El odio se lo daba por bandera, pero la ignorancia, al menos tanta ignorancia y tan atrevida, me pasma. En menos no se puede más. La llamada ley Montero, la del solo sí es sí es un portento de parto de los montes. Un aberración jurídica. Un despropósito. Un parto aborto.

¿Quién redacta las leyes? De tanto repetir en la facultad que las leyes las aprueba el poder legislativo concluí, erróneamente, que los parlamentarios, a escondidas, a horas muertas, en soledad, también las redactaban. Pero vino a mí don Joaquín Garrigues y me sacó del error. En el caserón de San Isidro me enseñaron que había leyes como templos; leyes magníficas, obras jurídicas redactadas con detalle de orfebre, textos dignos de admiración. Por ejemplo aquella ley de Sociedades Anónimas de 1951 que redactó Joaquín Garrigues, catedrático de Derecho Mercantil de la Complutense.

Y ahora este parto aborto. ¿Qué bárbaro redactó esa ley? ¡Qué triste sainete entre ministros de saldo y esquina! Caldo lavado. Aguachirri intelectual en el campamento monclovita. Eso es lo que se ha instalado en el poder; una mezcla a partes iguales de odio e ignorancia. Montero. Consorte. Atrevida. Ignorante. Supina. Supino despropósito.

Nunca con menos méritos se atropelló más a la razón. Y a la ciencia jurídica. Parece mentira. ¡Pero ha sucedido! En general, toda ignorancia es atrevida. Perfiles de odio. En su caso odio infantil. Como su ignorancia. Parto aborto el parto del anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Y, al mismo tiempo, un ejercicio de matonismo huérfano de toda ciencia. Tanto que hasta los mencheviques les han enmendado a los bolcheviques un texto de vergüenza. Un descalabro sin albricia alguna. Un tropel de errores y de lagunas. ¿Palabras de jergas ajenas al diccionario en el texto de una ley? ¿Faltas de ortografía? ¡Qué bochorno! Redacción farragosa, duplicidades, vacíos, incongruencias, corta y pega, indefiniciones, contradicciones,... ¿quién ha redactado semejante despropósito?

¿Una ley? ¡Propaganda desprovista de todo escrúpulo jurídico! Nada más. Eso y un desmedido adanismo. Como si antes de la llegada al poder de la izquierda no se castigaran los delitos contra la libertad sexual. Como si la historia de la igualdad entre varones y hembras principiara el día en que Irene Montero celebró su cumpleaños en dependencias ministeriales. Como si solo a ellos les hubiera sido revelado el misterio del bien y del mal. Mentiras de baba envueltas en lemas punkarras (y borrachos). No estamos antes adalides de las libertades, sino ante liberticidas. Ignorantes, infantiloides si se quiere, pero no por eso menos liberticidas.

Ahora, enfrentado a esta mascarada, recuerdo aquellos días de juventud. Y me pasmo de lo atrevida que sigue siendo la ignorancia. De la impunidad con que inteligencias destartaladas dan tormento al derecho. Del descaro con que se ofende al ordenamiento jurídico. A Kelsen, a Vitoria, a Ihering y a Beccaria. De con qué burda impudicia se deprecia la presunción de inocencia como fundamento del derecho penal. De con qué imprudencia se dejan indefinidos conceptos como el consentimiento expreso. De cómo las sagradas conquistas de la libertad se pisotean cuando se traslada la carga de la prueba al acusado. ¡Bárbara ideología de género!

¿Quién redacta hoy las leyes? Evidentemente juristas dignos de ese nombre, no. Y vuelve a mi memoria Don Joaquín y el caserón de San Isidro y aquella mi fe, hoy marchita, hoy violada, en la igualdad entre hombres y mujeres ante la ley.