Desde ayer las dos ciudades más importantes por población y por simbolismo político de España, Madrid y Barcelona, están conectadas por el AVE. Se acaba así, con 4 años de retraso sobre el año 2004, fecha a la que se había comprometido el Gobierno de Aznar, una actuación que ha estado jalonada por el largo calvario que ha sido la obra para mucha gente (la crisis de Cercanías dejó una profunda huella en Barcelona y su cinturón industrial). Tal vez esa haya sido la razón por la cual nadie ha querido inaugurar formalmente la línea.

Pero la llegada del AVE, una infraestructura que, como pocas, tiene la capacidad de articular la nación y de acercar las ciudades, tiene que ser analizada como corresponde: como un proyecto esperado con ilusión. Los datos que maneja el Gobierno dan pie a ello, porque estima que la inversión realizada --unos 10.000 millones de euros-- será amortizada en el plazo de 10 años. Para ello se calculan unas cifras de viajeros que van de los seis millones de este año a los 7,8 millones del 2011, cifras muy importantes como corresponde a un servicio que discurre por un corredor en el que viven más de 20 millones de personas, que ahora están más cerca gracias al moderno tren.

Que el AVE llegue a Barcelona, como antes a Toledo y a Valladolid, y mucho antes a Andalucía, debe ser visto desde Extremadura como la constatación de que la Alta Velocidad se extiende por España. Y de que el proyecto extremeño será, como lo es desde ayer el de Barcelona, una realidad. Lo que hace falta es que no se retrase.