La deriva belga --un Estado que contiene dos países que orzan a velocidad de crucero hacia la segregación--, es, o debería ser, un serio motivo de reflexión para quienes están en la sala de máquinas de la política española. Se dirá, con razón, que la Historia de Bélgica nada tiene que ver con la de España; incluso habría que reconocer que algunos de los desencuentros históricos entre las comunidades valona y flamenca hunden sus raíces en el tiempo en el que Flandes formó parte del Imperio Español, pero, dicho esto, convendría prestar mucha atención al devenir político de Bélgica porque puede prefigurar una suerte de hoja de ruta o agenda para los movimientos secesionistas que anidan en diversos países europeos. Entre otros, los nuestros.

Bélgica forma parte de la Unión Europea y cuando se decidió que Bruselas fuera la capital de la Unión nadie pensó que podría llegar un día en el que un Estado miembro podría dividirse en dos. Los fundadores, a quienes impulsaba el ideal de la unidad, no pensaron en el camino contrario y por eso el Tratado que rige la UE no contiene norma para dar respuesta a una hipotética escisión de alguno de los países que la forman. Si Bélgica --donde acaban de triunfar las fuerzas partidarias de la independencias de Flandes-- quisiera materializar esa idea, ¿los dos estados resultantes, podrían permanecer en la Unión? Tal y como están hoy las cosas, parece que no. Pero en la política cabe todo, así que, aunque suene a ironía, creo que el Gobierno de España debería instar a Bruselas (sede de la Comisión) para que fuera preparando una respuesta a esa pregunta, porque siempre es mejor prevenir que improvisar. Respuesta a modo de aviso para navegantes. Haría honor al espíritu fundador y a la unidad que proclama la bandera azul con las estrellas.