El negocio bancario, hoy más que nunca, necesita adaptarse a los avances sociales para seguir siendo competitivo. La implantación de las nuevas tecnologías es el test que condiciona en estos momentos el futuro de la banca. Si a ello añadimos que el mercado de crédito ha experimentado una profunda convulsión, tendremos una radiografía perfecta de los problemas que afectan a las entidades financieras. En efecto, las operaciones de préstamos, sobre todo los de garantía hipotecaria, han experimentado un descenso como consecuencia de la crisis inmobiliaria. Y los tipos de interés, sometidos a los vaivenes de las políticas monetarias de los bancos centrales, han caído drásticamente. El resultado es que la banca, que en el pasado realizaba sus funciones con un trato más personalizado a cada cliente, se está volviendo más anónima y técnica. La pérdida de ingresos por la disminución de la actividad prestadora obliga a la banca a buscar nuevos recursos. Para enjugar estas pérdidas se ha recurrido hasta ahora a dos principales fuentes. Una, el establecimiento o aumento de comisiones por los servicios que proporciona. Y otra, más hiriente, adelgazar plantillas y cerrar oficinas.

Mayoritariamente las entidades financieras son de capital privado, pero la actividad bancaria tiene mucho de servicio público. De hecho, su buena salud se considera clave para la estabilidad del sistema financiero. Y el Estado (es decir, la ciudadanía) ha contribuido a su rescate en momentos difíciles. Existen, pues, ponderosas razones para no analizar estas entidades solo bajo el exclusivo prisma de la rentabilidad. La banca debe competir libremente en el mercado para ser eficiente y rentable; si bien, dada su especial trascendencia financiera, no deben relajarse las medidas regulatorias en orden a preservar la solvencia. En estos momentos, además de gestionar adecuadamente la implantación de la banca digital, debe dar un ejemplo más ético de su negocio: la rentabilidad no debe alcanzarse solo con el cierre de oficinas y la flexibilización de plantillas. Son tiempos de buscar imaginativamente la eficiencia y la especialización. Ofrecer un mínimo de oficinas y servicios para garantizar que todos los clientes que no utilicen los instrumentos electrónicos puedan continuar con la banca tradicional, debería ser una obligación legal. Tampoco debe olvidarse que carecen de sentido los repartos de dividendos injustificados, las excesivas remuneraciones del personal de alta dirección o las escandalosas indemnizaciones que los consejeros perciben al cesar.