No podemos pedirles a los conspiranoicos que aterricen en la realidad. Llevan en su ADN la búsqueda de la «verdad alternativa», sinónimo de la ficción en la mayoría de las ocasiones, y nada que huela a oficial podrá ser nunca de su agrado. Así que es en el muro de los descreídos, esos que siempre piden pruebas para poder creer, donde en ocasiones se abre una grieta.

El último ejemplo lo hemos visto a partir de la emisión del documental de Netflix Bob Lazar: Area 51 & Flying Soucers (Jeremy Corbell, 2018), que ha motivado que casi dos millones de personas se hayan apuntado en un grupo de Facebook para invadir por las bravas la famosa Área 51 (Nevada), aun a riesgo de perder la vida. El objetivo: ver los ovnis que, según Lazar, están en dicha Área 51 (concretamente en el área S4), donde, al parecer, trabajó en los años 80 durante cinco meses.

Para quien no conozca el tema, en 1989 Lazar realizó una extraña confesión en un programa de televisión de Las Vegas: el ejército estadounidense conserva en el Área 51 nueve platillos voladores, que un grupo de científicos (al que pertenecía Lazar antes de irse de la lengua) analizaban para replicar su avanzadísima ingeniería, capaz de generar energía antigravitatoria. El combustible que alimenta estos aparatos se llama Elemento 115, número de la tabla periódica que fue descubierto años después de que Lazar hablara de él.

La serenidad con la que habla Bob Lazar (que no ha hecho negocio con su presunta experiencia), la ausencia de contradicciones durante todo este tiempo y el corpus científico con el que aliña sus comentarios han hecho mella en algunos escépticos, hasta el punto de que pocos creen que Bob Lazar mienta (al menos de manera consciente).

Si el caso Bob Lazar y los platillos volantes se ha hecho tan famoso -sobre todo en Estados Unidos- es porque su testimonio suena a verdadero. Que lo sea es ya otra historia.

* Escritor