En el año 2050 España será el país más envejecido del mundo, con cuatro millones de octogenarios y casi el doble de personas mayores de sesenta y cinco años que quinceañeros.

O sea, en nada y menos, los geriatras serán más necesarios que los pediatras y los centros de día más útiles que los colegios e institutos. Tampoco hace falta ser un gran experto en demografía para darse cuenta de la catástrofe, y no hablamos solo de economía. Uno de los principales problemas, pero no el único, será la viabilidad del sistema de pensiones y la edad de jubilación, que tendrá que alargarse dejando en el paro a los jóvenes, o se mantendrá a cambio de la incertidumbre de llegar a fin de mes.

Toda una vida trabajando para no saber qué pasará cuando te jubiles. Otro de los problemas será el gasto sanitario, o quién cuidará de las personas mayores si apenas hay jóvenes que lo hagan. El sistema de cuidadores familiares en que andamos inmersos casi todos no puede continuar mucho tiempo.

Cada vez nacen menos niños, con lo que habrá también menos adultos que puedan cuidar a sus mayores, y la posibilidad de encontrar un trabajo cerca que te permita acudir los fines de semana, o uno cada cuatro, como ahora, es ya una utopía.

Pero no se hace nada, sino todo lo contrario. Para el 2050, en el mejor de los casos, yo habré dejado de ser cuidadora, para necesitar cuidados. Y como yo, toda una generación, y la anterior, y la siguiente.

Mientras tanto, aquí, en el país que se convertirá en el más envejecido del mundo, sigue sin favorecerse la natalidad, ni las guarderías públicas, ni la conciliación, ni el acceso de los jóvenes al trabajo. Solo se habla de ajustes y de retrasar la jubilación. Eso sí que es empezar la casa por el tejado, por las últimas tejas, sin darse cuenta de que sin cimientos, sin niños, sin esperanza, todo este entramado no puede sostenerse solo y no basta.

* Profesora