Pavos y ánseres fueron traídos de América. El sabio Columela alababa los ánseres por su forma de vigilancia y su cuidado en avisar «si se acercaban gentes de mala vida»; superiores en esto, apunta Columela, a los perros, puesto que éstos permanecieron en silencio cuando los galos se acercaron al Capitolio, mientras que los ánseres con sus graznidos, salvaron a Roma del riesgo que corría.

Lucio Junio Moderato Columela, nació en Cádiz al comienzo de la era cristiana, amigo de Séneca y tribuno en Siria en el año 35. Estamos ante un destacado filósofo que escribió bajo el Imperio de Claudio nada menos que doce libros sobre agricultura. Esta obra está considerada como la mejor recopilación del saber agrícola grecorromano y de toda la Antigüedad precedente. Hasta aquí todo normal.

Ahora viene lo dramático: naciones como Italia, Alemania, Inglaterra o Francia, han hecho el mayor elogio y aprecio de sus obras, de su anchurosa dimensión. Todas tuvieron a gala traducir su obra, mientras en España, su madre patria, Columela apenas era conocido al no existir ni una sola traducción de sus tratados. Hubo que esperar hasta 1824 para tener la primera edición traducida al español de Re rústica.

Un español de España presentando en Roma el texto más completo de doctrina agraria que poseyó aquella república en los siglos de esplendor. Y aquí, vapuleado por el olvido, ni una triste estatua de granito que adorne nuestras rotondas. «¡Ah, si España fuese más conocida y los españoles más amantes de sus glorias!» exclamaba otro sabio, Agustín de Quinto allá por 1861.

Así que no. No voy a hablar de bustos, figuras, tallas, imágenes o esculturas. Mármol, reclinatorios de amor y muerte; estampitas de parque que se llevará el viento con soplidos de censura; montoncitos de azúcar en plazas de enamorados; “sin techos” de piedra...santos, poetas, frailes, pintores, músicos y amantes, toreros, reyes y princesas... ¡Atad bien los brazos a un árbol, a su tronco, su savia, cualquier surco nutritivo servirá. Atad vuestro corazón a la luna o las fuentes, a los bancos de la plaza, al campanario!... ¡Ataos fuerte al pedestal que vienen tiempos de voladura!

Pero insisto, no quiero hablar de eso sino de tomar un té contigo, de leernos una carta dulce y larga con galletas; una infusión que nos atenúe tanta confusión.

Quiero, mirándonos cara a cara, que nos digamos lo único importante, ya sabes, la vida, la acostumbrada rutina de la amistad, como si nada de esto hubiera sucedido. Quiero aquella mirada tierna de nenúfar que ahora se ha enlutado y no sabe el camino de regreso.

Se nos han pasado estos meses volando, llorando y muriendo. También lloviendo.

Se nos ha puesto el acento en la nuca y la palabra y no es admisible que seamos enemigos de trinchera, nosotros, que jamás le dimos importancia al argumentario y la matraca de ciertos baluartes.

Quiero un té contigo. Nada más. Pastas, paz y leche. Sí, porque en el cielo de Madrid se han deslizado las nubes de algodón de algún pueblo cercano, así que tenemos todo lo necesario.

Que la paz sea con nosotros, con Cristóbal, Fernando, Isabel y Columela, que en gloria estén y allá en el otro mundo tenga su figurita, así sea de mazapán.

Los muertos ya no tienen remedio pero sí memoria. Los muertos están mudos, obstinadmente mudos. Graníticamente mudos, iceberg y mármol al albur de las mareas. Algunos muertos, son como el jaspe, permanecen congelados en el limbo de la estadística; ignoro si el guardián de esos muertos es otra esfinge, una losa, o es que en verdad son muertos no-muertos, muertos de nadie, muertos diseminados como estatuas de jardín dispuestos para la causa del silencio.

Pero ¡cuidado! algún emperador hay, cubierto por el moho y el verdín de los siglos, que mira un estanque cuya agua turbia agitan unos gansos. Perdón, unos ánseres.

Lo siento... otra vez que se nos ha enfriado el té.

*Periodista.