Filólogo

Le ha llegado la hora de la piqueta al cuartel Santa Isabel de Cáceres. La piqueta que destroza una parte de tu ciudad destroza una parte de tu biografía: en ese cuartel quebrantado de Santa Isabel hice la mili y lo pasé mal. Era un cuartel aplanado por la pedagogía chusquera y los postreros meritorios de la victoriosa campaña, que instruía para la uniformidad, rapaba para el anonimato, uniformaba para el número, adiestraba para el paso y enseñaba a pegar tiros. Esa pedagogía bravucona, fanfarrona y chabacana escarnecía a quienes no "cogían el paso"; gente del surco y del prado, desacompasados e irreductibles, acosados por el instructor de semana, de cuidado vocabulario: "paso, hostia-huevos-cojones-tu madre-la vaca-la novia y la burra del pueblo".

Una instrucción de campaña, con la cultura de la miseria; el pelo y las botas, como sistema de excelencia higiénica. Hasta cinco veces en un día pasaban por la peluquería los reclutas y las botas nunca satisfacían la histeria del de semana. Cualquier recluta cultivado era un agitador y si llevaba gafas y paseaba solo, claro objeto de arresto, como método de doma ante el peligro de que aquel cerebro pudiera funcionar.

La marcha, el mosquetón, la testosterona: ése era el moblaje por si llegaba el enemigo, pero éste ya estaba vencido y encarcelado; un testigo de Jehová armado con la Biblia: ése era el enemigo al que había que sacar a paseo cada tarde, con los fusiles cargados y con orden de disparar caso de intento de fuga. Una cicatriz queda por cerrar: cada vez que he de ceder la acera a un anciano, que en sus días de cuartel, prepotente y visceral, pateaba, en la "Prevención", el trasero a los reclutas que llegaban tarde. Con todo, son recuerdos descargados, también a punto de piqueta, sin odio y sin sorna, ensamblados en la memoria que se constituye y en la esperanza que te sostiene: el derribo de sórdidos pasados.