Desde que el neoliberalismo es el paradigma social que mide todas las cosas —hace ya demasiados años— es difícil hablar de algunas ideas sin que alguien sonría compasivamente o se ría a carcajadas.

Quizás uno de los conceptos más enraizados en la naturaleza humana y, al mismo tiempo, de los que menos minutos ocupa en el discurso político, es la idea de que unos seres humanos cuiden a otros. Los bebés humanos son los que menos capacidad de supervivencia tienen, en todo el reino animal, si no se les cuida adecuadamente, y el prurito humano de prolongar la esperanza de vida, convertido en uno de nuestros grandes éxitos como especie, hace imprescindible la toma de conciencia sobre la necesidad de cuidar a las personas mayores.

Pero no son solo estos dos casos extremos los que nos deberían llevar a colocar los cuidados en el centro de las políticas públicas. Son millones de personas en el mundo los que precisan atención específica debido a distintas capacidades funcionales o a diversas enfermedades crónicas.

Por todo tipo de razones (económicas, afectivas, familiares, políticas...), muchos otros millones de personas necesitan también cuidados coyunturales a lo largo de sus vidas: migrantes, mujeres en situaciones de vulnerabilidad por violencia de género, perseguidos por su ideología, menores sin adultos responsables, personas que sufren periodos de especial necesidad económica debido a crisis puntuales, seres humanos afectados por recurrentes catástrofes naturales o provocadas por el hombre, y un largo etcétera.

Cuidarnos, por tanto, no es solamente una necesidad básica para asegurar la existencia de la especie y garantizar una esperanza de vida digna, sino que, además, debería ser uno de los elementos estructurales de la ética humanística y, por tanto, de la ética pública que dictara las prioridades políticas. Por desgracia, no solo no es así, sino que en algunos momentos y en algunos países es justo al contrario: el sistema se ensaña especialmente con las personas vulnerables.

No hace falta recordar asuntos que revuelven el estómago, sin salir de España, como los niños robados, los engaños bancarios a personas mayores, la falta de sensibilidad hacia los habituales abusos sexuales, el abandono familiar e institucional hacia ancianos que viven en la indigencia, el fracaso en la reducción de los asesinatos machistas o la deshumanización con que los poderes públicos tratan a personas con problemas económicos (desahuciados de sus casas o ateridos por no poder pagar la calefacción, por ejemplo).

No voy a entrar en hasta qué punto en un país tradicionalmente católico y donde la Iglesia ha tenido —y tiene— tanto poder, ha sido precisamente la Iglesia católica (abusos sexuales a menores o niños robados con su colaboración, por no extenderme) cooperadora necesaria de este sistema de vulneración del vulnerable.

El caso es que incluso el exitoso Estado de bienestar implantado tras la II Guerra Mundial en toda Europa dejó fuera de sus enunciados principales la idea de los cuidados, y solo muy recientemente algunos países están tratando —torpemente y sin recursos económicos— de paliar esta carencia. Leyes para atender a las personas dependientes o a mujeres violentadas por razón de género se han venido promulgando con poco o escaso éxito en sus concreciones sociales urgentes.

Las razones de que esto haya ocurrido así son muchas, y de un calado ético y filosófico que necesitarían otro artículo. Con máxima brevedad, las tres más importantes: la sustitución de la ética humanista por la ética economicista, la asunción tácita y gratuita de los cuidados por parte de las mujeres en una sociedad donde el poder es masculino y la perversión democrática que lleva a despreciar a quienes no son mayoría o no pueden votar.

Uno de los retos del siglo XXI es implantar en el centro del debate público la idea de que todos a lo largo de la vida necesitamos que nos cuiden en algún momento y, por tanto, de que el Estado debe hacerse cargo de garantizar y financiar esos cuidados bajo la premisa de un sistema económico efectivamente igualitario.

*Licenciado en Ciencias de la Información.