TCtierto es que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos conocidos, pero también que en ocasiones lo disimula mucho. No es preciso, para ilustrar este aserto, recurrir al manido ejemplo del nazismo hitleriano en la Alemania de los treinta del pasado siglo, que accedió al poder por la vía de las urnas, si bien una vez accedido se dedicó a hacer añicos todas y cada una de ellas, liquidando, de paso, a cuantos se oponían a sus espeluznantes designios. Sin llegar tan lejos, es más, quedándonos aquí y ahora, se puede detectar algún que otro episodio de esos en que la peste llega, o se consolida, o se institucionaliza, con la papeleta. Por ejemplo, la actual corrupción urbanística en España.

Convocadas las últimas elecciones municipales y autonómicas, los espíritus rectos, y por lo visto ingenuos, pudieron suponer que aquellos candidatos envueltos en sospechas de lenidad, barbarie o corrupción urbanísticas, y no digamos los incursos en procedimientos judiciales como imputados por las mismas, recibirían el reproche social en forma del castigo de no ser votados por sus convecinos, pero, qué pena, qué baldón para la democracia, resulta que casi todos ellos no sólo no han recibido esa punición, sino que sus presuntas acciones ilegales, y en consecuencia nefastas para el bien común, han sido refrendadas por los electores. Ahí tenemos el caso de Alhaurín el Grande, donde tras vislumbrarse una presunta trama municipal delictiva que se saldó hace unos meses con la propia detención del alcalde, los resultados electorales no sólo le exoneran de toda sospecha o responsabilidad, sino que le otorgan, suicidamente, la mayoría absoluta.

Sin ciudadanos de verdad, esto es, íntegros, exigentes, avisados y despejados, la democracia no funciona. O lo que es peor, sí funciona, pero de esta manera que tanto la menoscaba, la ridiculiza y la ofende.