De forma inminente, el presidente del Gobierno acudirá al Congreso para informar del inicio de las conversaciones con ETA. Lo hará en un momento en el que la opinión pública ha recibido una serie de impactos de alto voltaje, que han provocado sensaciones de todo tipo, acompañadas de una gran incertidumbre sobre el resultado y la oportunidad de esas conversaciones.

Por un lado, está ese comunicado reciente de la banda, exigiendo contrapartidas políticas para dialogar; por otro, el descubrimiento de una red de extorsión que seguía operativa, pese al alto el fuego permanente; la imputación judicial contra dos empresarios navarros por pagar a los etarras; la chulesca actitud de los asesinos-bestias de Miguel Angel Blanco ante los jueces, sin demostrar ni un miligramo de arrepentimiento; las incoherentes decisiones judiciales y fiscales que se toman en medio de este proceso; y las reticencias del PP a dar su apoyo al Gobierno en este proceso, llamado de paz, que requiere la colaboración de todos.

Escenario complicado, incierto y complejo, pero nadie, y seguramente José Luis Rodríguez Zapatero menos que nadie, puede creer seriamente que las negociaciones de paz con ETA van a ser un camino de rosas. Para empezar, los terroristas y su entorno político no han llegado a la convicción de que la paz sea necesaria como resultado de un proceso natural de reflexión, como han hecho en los últimos años otros grupos de la izquierda aberzale.

No. ETA ha escogido aparentemente el camino del cese de los asesinatos por dos buenas razones. La primera, la inutilidad del atentado terrorista como instrumento políticamente rentable en España. A partir del 11-M, la banda sabe que es impensable un atentado de esa brutal envergadura, y que incluso el asesinato selectivo no contribuiría a ensanchar el campo de acción de la izquierda radical aberzale. Más bien lo contrario. La segunda, porque está y se siente acorralada en la medida en que ha mejorado la eficacia policial hasta límites insospechados, afortunadamente, de tal modo que han sido abortados muchos atentados, numerosos etarras han sido detenidos, y los que aún están libres pasan más tiempo escondiéndose y hablando para el cuello de su camisa que proyectando crímenes. Y la tercera, porque gracias a la ley de partidos se cortó el cordón umbilical entre ETA y su entorno, así como una de sus principales fuentes de representación y financiación.

XEL CICLOx de la violencia en el País Vasco, y ETA es consciente de ello, ha llegado al agotamiento total. Por desgracia, han tardado años en darse cuenta --casi mil inocentes muertos-- de que el atentado ya no produce réditos políticos. Contamina cuanto toca y deslegitima a quienes otorgan o callan. Más asesinatos no se traducen en más soberanía, y, como se ha demostrado, estos visionarios no han avanzado ni un metro en sus inalcanzables proyectos de independencia.

ETA y el Gobierno son conscientes de que sería posible acabar puntualmente con el horror con más acción policial y mayor presión social, judicial y diplomática. Pero todos son conscientes también de que, a la vista del apoyo social con el que los terroristas cuentan todavía, no se garantizaría en modo alguno la desaparición permanente de la violencia en el País Vasco.

La izquierda aberzale, además, está interesada en recuperar todo el espacio político posible que le fue arrebatado con la ilegalización de Batasuna y que, de algún modo, se deslizó hacia las posiciones del PNV. Décadas después, se confirma que el País Vasco es una comunidad bastante plural, donde confluyen muchas y diversas alternativas políticas, la mayor parte de ellas absolutamente legítimas y compatibles con un régimen democrático.

Dicho esto, la normalización en el País Vasco sólo puede pasar por convencer a los etarras de que no habrá contrapartidas políticas al cese de la violencia, salvo la de permitirles desgañitarse --eso sí, por cauces democráticos-- defendiendo sus postulados, aunque produzcan incomodidad y sean tan surrealistas, prepotentes y falseadores de la historia como demostraban en su último comunicado. A partir de ahí, hay que dejar que convivan en la vida pública todas las opciones políticas que hayan renunciado a la violencia y estén dispuestas a construir un futuro común desde la tolerancia y el respeto a la diversidad.

Para ello es preciso abrir un tiempo para oír al contrario --incluso al que consideramos nuestro mortal enemigo--, fijar la norma en que será posible la recuperación de una parte de la sociedad vasca y definir cuáles serán los pasos para que el Estado de derecho se restablezca en plenitud en todo Euskadi. No tiene sentido apostar por el silencio, como algún juez pretende. El diálogo inteligente y firme es, en estos momentos, la mejor y única arma.

Todos los demócratas deseamos la paz. No sin reticencias. Nos distancian de la miserable ETA y de su entorno casi un millar de muertos, a los que nunca podremos ni deberemos olvidar. Pero la sociedad española ha sabido superar situaciones muy delicadas, incluso más graves que la actual. Por ello, la unidad de todos en el empeño de recuperar la convivencia en el País Vasco y España es el mejor antídoto contra el desaliento que el intrincado camino hacia el cese final de la violencia nos irá produciendo en los meses venideros. En esta negociación que busca, en definitiva, un pacto de vida, a cambio tan solo del ejercicio democrático, nadie está de más. Y si al final se quiebra, será otra oportunidad perdida, pero la democracia española aguanta esto y mucho más.

*Director editorial del Grupo Zeta