Absorto por la noticia en televisión del fraude de los féretros, donde unos sinvergüenzas sin escrúpulos se enriquecían robando y cambiando la última morada que los familiares habían elegido para sus seres queridos en su paso al más allá, no pude por menos que pensar y recordar a mi abuelo, que hace ya muchos años que se fue, aunque él, afortunadamente, no fue víctima de este fraude.

Y cuando pienso en él, pienso en la dificultad que yo tendría al explicarle los cambios que han ocurrido desde que se fue, para que me entendiera. Supongo que me costaría mucho que entendiera el tema de los móviles. Cómo un aparato se ha adueñado de la vida de todos nosotros hasta tal punto que hay muchos que enferman si se ven desprovistos de él. Sin embargo, estoy seguro que agradecería ver que podemos hablar a través de él con cualquiera y en cualquier parte del mundo, y viéndolo además en la pantalla, aparte de otras muchas aplicaciones maravillosas e interesantes que tienen.

También le costaría entender que los coches comienzan a moverse solos, sin conductor, porque, muy pronto, estas máquinas inteligentes a cuatro ruedas dispondrán de sensores capaces de captar información que les guíe siempre por una senda segura.

Le costaría, y mucho, entender que cuando llevan los cerdos y vacas a los mataderos, hay grupos que paran los camiones que los transportan y, ataviados con trajes de luto y cirios encendidos, en las vigilias veganas, les entonan el Dies Irae, Dies Illa, que cantaban los monaguillos en los funerales de antaño.

No entendería, tampoco, que, en las fiestas de las matanzas, para que no sufran los animales ni los que asisten a ellas y no se vean psicológicamente afectados por la muerte del cochino, ya no se mate al cerdo, sino que, simplemente, se reparta patatera entre todos con un poco de vino y cerveza. Al mismo tiempo, y esto sí que le costaría muchísimo de entender, en la televisión, en el telediario de mediodía dan la noticia de que un hijo mata a su madre, la trocea, la mete en tuppers y se la va comiendo compartiéndola con su perro. Y nadie dice «ni pío», como si esto fuera normal y no afectara a nadie psicológicamente. Lo mismo que las imágenes que difundieron en varias cadenas de televisión de los tres menores no acompañados de Valencia que torturaron a dos jóvenes, disfrutando y sintiendo placer con lo que hacían, campando a sus anchas, luego, por los centros abiertos que Europa les pone a su disposición, una vez que llegan a nuestras costas desde sus países de origen.

Quizás sí entendería que la mayoría de los políticos de todos los partidos se sigan enriqueciendo de manera ilícita, con pensiones vitalicias que «tumban» a cualquiera, porque esto ya lo venían haciendo también en su tiempo. Pero no entendería, como buen extremeño, lo que pasa en Cataluña, en la que sus políticos y muchos de sus ciudadanos quieren hacer lo que les salga de «la butifarra».

Y lo que, posiblemente, me costaría más explicarle a él, conocedor y buen sabedor de los temas rurales y camperos, es lo de las flatulencias en el mundo vacuno, es decir, explicarle el impuesto que van a tener que pagar los ganaderos a Europa por los pedos que se tiren sus vacas. Con tanta vaca y tanto verde como tienen, ¿no será ésta la verdadera razón por la que los británicos quieren, por fin, un «Brexit» sin acuerdo?