Nunca deja de asombrarme la capacidad de los altos dirigentes de los principales partidos políticos de nuestro país para desdecirse a sí mismos cada vez que les resulta rentable en términos electorales. Los seres humanos somos muy cambiantes, por lo que no ha de asombrarnos el movimiento veleta de unos u otros en cualquier plano de la vida. Es ley natural. Pero lo de los políticos de alto rango raya en lo esperpéntico. Porque, para su subsistencia en el hábitat salvaje de la política española, parecen haber automatizado una cierta esquizofrenia intelectual que les da fuelle para sobrevivir en la noche fría de esta campaña perpetua en la que se halla inmersa nuestra nación. Y lo peor de todo es que, en este ámbito procedimental, no hay demasiados distingos. Si acaso niveles de gradación; pero no diferencias sustanciales entre ninguno de los prismas del espectro electoral. Por lo que, a diario, podemos ver a unos y otros, de izquierdas y de derechas, nuevos y viejos, proclamando, con total convicción, discursos que semanas o meses antes declaraban como inadmisibles. Y el problema es que hemos llegado a un punto de desvergüenza tal que ya les da igual ser retratados por unas hemerotecas que no tienen que echar la vista muy atrás para recopilar sus abundantes incongruencias. Saben de la falta de coherencia de sus mensajes y promesas, y ni siquiera se sonrojan mientras se enmiendan a sí mismos. Y buscan peregrinas justificaciones para tratar de salvar la cara. Pero la gente, cuando les mira y escucha, ya no les cree, porque el embuste es demasiado burdo y frecuente. Y sí, los ciudadanos les votan, a unos y a otros, pero con la pasión en modo off. Porque saben que hasta su candidato preferido acabará por decepcionarles. Hemos entrado, por desgracia, en la dinámica endiablada que riega con desafección a la ciudadanía, especialmente a la que no está secuestrada por el sectarismo o la cerrazón. Porque hay 'holligans' de todas las tendencias e ideologías. Pero son más los ciudadanos independientes de una España silenciosa que no grita ni corea eslóganes, de una nación de ciudadanos, libres e iguales, que se conforman --y no es poco, en esta época que nos ha tocado vivir-- con disfrutar de las garantías ciudadanas de la democracia y del Estado de Derecho, y con poder trabajar para vivir razonablemente bien.