La expectación provocada por la boda de la duquesa de Alba y Alfonso Díez, celebrada ayer en Sevilla, ha rebasado con mucho las páginas de papel couché hasta convertirse en motivo de excitación popular. La pirotecnia informativo-sentimental que precedió al enlace alimentó la curiosidad y el morbo en igual o mayor medida que algunas de las circunstancias concurrentes en el asunto de autos: la muy diferente extracción social de los contrayentes, las diferencias de edad y de patrimonio, las desavenencias de los Alba y un largo etcétera de chismorreos más o menos hirientes. Todo un mundo aliñado sin demasiados miramientos por un grupo relativamente restringido de personas dispuestas a poner su vida privada en un escaparate en vez de ponerla a salvo del escrutinio público.

Lo dicho no pretende soslayar el hecho de que el tercer matrimonio de la duquesa es un hecho de interés informativo dentro y fuera de España --basta repasar la prensa extranjera--, como lo son los enlaces reales y otros acontecimientos del mismo tenor. Lo que mueve a sorpresa es que los entresijos familiares de la boda --el reparto prenupcial de la herencia de los Alba-- se hayan aireado con el mismo desparpajo con el que se ha perseguido a la pareja por plazas de toros y calas de Ibiza para general regocijo de los consumidores de la llamada vida social. Un circo no siempre respetuoso con los contrayentes y aderezado muy a menudo con sal gruesa.