En las próximas semanas Estados Unidos se debate entre elegir para la presidencia del gobierno a una candidata floja o a un pésimo candidato. Susto o muerte. El asunto no es baladí, si tenemos en cuenta que en Washington se dirime en cierta medida el destino del mundo entero.

Nos gustará más o menos, pero es razonable que Clinton opte a la presidencia. No solo trabajó duro en la candidatura de su marido, sino que además ella misma se la disputó años después a su compañero de partido y actual presidente, Barack Obama. Sin embargo, es una incógnita saber qué demonios hace Trump en ese berenjenal. La incógnita no es por qué este hombre sin bagaje político, sin educación ni modales, intelectualmente tan básico, quiere ser presidente, sino por qué millones de ciudadanos están dispuestos a concederle semejante capricho.

Me gustaría poder resaltar las luces y las sombras de este enfant terrible, pero no he encontrado ninguna luz. Trump, que insulta la inteligencia de sus votantes en potencia un día tras otro, es el peor candidato que recuerdo. (George Bush fue un pésimo presidente, pero ni siquiera fue tan mal candidato).

Trump defiende el aislacionismo de Estados Unidos, acusa a los inmigrantes de todos los males del planeta, acosa y agrade verbalmente a las mujeres con un lenguaje soez, insulta a todo aquel que no le dé la razón -incluidos algunos miembros de su partido-, agita el bulo del fraude electoral cuando los sondeos no le van bien y no tiene ni idea del conflicto en Oriente Medio, como él mismo ha reconocido («pero si fuera presidente, lo aprendería todo en media hora»).

Esta joyita es la que pretende hacer grande a América de nuevo (Make America Great Again!). Es el turno de los estadounidenses de demostrar que su concepto de la grandeza es muy diferente al de este millonario engreído que ha rebajado la escena política estadounidense hasta límites insospechados.