TStalvador Callado , un solterón muy metido en los cuarenta, llegó a su casa a las ocho y media de la tarde con unas tremendas ganas de arrebatarle las últimas veinticinco páginas al libro que estaba leyendo y así saber por fin si el abogado financiero Ovidio Winter era atrapado por la policía o conseguía escapar a Belice con Elizabeth Foster , la bella y astuta mujer que debía esperarle en el aeropuerto de Chicago con un maletín que contenía diez millones de dólares. Salvador era de esas personas que terminan convirtiendo un libro que les gusta en su razón de existencia: se acuestan pensando en lo que han hecho sus personajes, se levantan conjeturando para sí qué harán, y pasan el día en el trabajo evocándolos e imaginando posibles situaciones que sugerir a su querido libro. Enseguida se sentó en un comodísimo sillón de lectura que se había comprado hacía poco tiempo, cogió el libro de una pequeña mesa dispuesta junto al sillón y lo abrió por la página quinientas treinta y una.

Cuando llevaba leídas dos páginas, la televisión, situada a menos de tres metros frente a él, se encendió sin saber ni cómo ni por qué, y su pantalla mostró un realityshow de los que más odiaba Salvador. En principio se sorprendió por lo sucedido, pero no quería perder tiempo en buscarle una explicación a esa inoportuna anomalía. Se levantó del sillón, apagó el aparato y volvió a su libro. Pero enseguida la televisión se encendió de nuevo. Y él volvió a apagarla; y la televisión se encendió otra vez. Desconectó el cable de la red, pero aún así, la pequeña televisión de catorce pulgadas volvió a encenderse. Salvador empezó a acojonarse un poco, aquello no era normal: ¡Una televisión desenchufada de la red eléctrica que se encendía sola y emitía a través de todos los canales! Debía deshacerse de ella. Por la noche la dejaría junto a un contenedor de basura para que se la llevaran. Así lo hizo, pero cuando se marchaba, el aparato se encendió y la pantalla mostró una encantadora presentadora que dijo: "Salvador, sabes bien que no puedes dejarme aquí, si lo haces me encenderé, te delataré y tendrás que pagar una generosa multa". A pesar de que el desconcierto y el temor se habían apoderado de Salvador, volvió a su casa con la televisión. Pero estaba decidido a deshacerse del aparato y su bella ocupante. Cogería la televisión, la metería en el maletero del coche, la dejaría en una escombrera y luego, por fin, volvería a su ansiada lectura. Arrancó el coche y se dirigió a una escombrera que había en las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, la dulce voz de la presentadora emergió gritando desde el maletero: "¡No puedes hacerme esto, Salvador, no puedes abandonarme así!". Salvador se sobresaltó de tal manera que perdió el control del coche y se salió de la carretera dando varias vueltas de campaña.

Volvió en sí en la cama de una habitación de hospital, se había roto varias costillas y la clavícula izquierda. Su primo Anselmo fue la primera persona que le visitó. "Primo, te he traído tu televisión para que no te aburras, incomprensiblemente ha quedado intacta. Por cierto, ¿porqué la llevabas en el maletero del coche?", exclamó animosamente.

*Pintor