Detecto una oleada de positivismo, negro sobre blanco, que no recuerdo que existiera durante mi prosaica infancia. Los mensajes a priori edificantes, propios de los libros de autoayuda, han llegado a tazas, cuadernos, furgonetas y carteles publicitarios, por no hablar de las redes sociales, donde los vídeos, las imágenes y los mensajes de texto nos aleccionan día a día a vivir en paz con nosotros mismos. En mi gimnasio, sin ir más lejos, hay un inmenso cartel zen según el cual «La felicidad también se entrena». Es bueno saberlo.

Suelo leer estos eslóganes con cierto escepticismo, no porque sea reacio por instinto a adherirme a un movimiento espiritual que te proyecta hacia la felicidad, sino porque dudo que sea posible (e incluso ético) ser feliz en un mundo que a veces parece una ciénaga.

Los medios de comunicación son quizá el contrapunto a esa felicidad a la carta y simplista que tratan de vendernos los más animosos. Basta dar un repaso a la prensa del día para comprobar que las noticias positivas de verdad quedan relegadas a un segundo plano, cediendo terreno a asesinatos, conflictos políticos, dramas humanos y cataclismos naturales. El lector estará al corriente de la trágica muerte de un pobre niño de dos años que se cayó a un pozo, de la agresividad de los taxistas en pie de huelga o del reguero de ciudadanos que huyen de Venezuela o son abatidos por la policía de Maduro, pero seguramente desconoce que esta misma semana se han publicado noticias prometedoras sobre la tasa de empleo (las más bajas en diez años) y sobre la lucha contra el alzhéimer, la ELA y el cáncer de páncreas.

A lo mejor van a tener razón los gurús de la positividad y para ser felices solo necesitamos quedarnos con aquello que alimenta nuestro espíritu y desechar lo que nubla nuestro ánimo.

Por si acaso, yo también me he puesto a entrenar la felicidad. Por ahora solo noto las agujetas.