24horas antes del 8M, una chica preguntaba entusiasmada en su muro de Facebook cuáles eran las consignas para los asistentes. Estar rodeada de tanta gente cantando la melodía impuesta por otros le parecía apasionante. Yo le hubiera aconsejado que se quedara en casa, que era lo más sensato ante la urgencia sanitaria que sufría el país.

Todos sabían que el coronavirus campaba a sus anchas en España después de causar estragos en países hermanos como Italia. Estábamos pidiéndole a gritos al virus que se cebara con nosotros.

Todo el mundo lo sabía... pero nadie hizo nada. Los políticos prefirieron darse su baño de masas y celebrar, autocomplacientes, que podían seguir congregando a miles de personas.

Que eran conscientes de la gravedad del covid-19 lo demuestra que, nada más terminar la manifestación, pusieran manos a la obra, como si no hubiera un mañana. La determinación y la seriedad con la que el Gobierno de Pedro Sánchez comenzó a trabajar el 9 de marzo contrasta con la alegría, la desinhibición y la temeridad con la que se habían comportado 24 horas antes.

No había grandes cambios entre ambos días, más allá de que habían conseguido evitar cancelar el 8M -¡y a qué precio!-, con las consabidas acusaciones de «¡Machistas!» que hubieran recibido si se hubieran atrevido a hacerlo. Irene Montero no hubiera podido soportar que se cancelase el espectáculo; era mucho mejor estar ahí, contagiando a sus seguidores que quedarse en casa. Lo mismo puede decirse de Ortega Smith, feliz de dar besos y abrazos a todo aquel que deseara una dosis de virus.

Y aquí estamos, hacinados en casa, siguiendo los consejos (acertados) del Gobierno, que, una vez desvestido del marketing, ha de enfrentarse a un monstruo que no retrocede.

Podrían haber actuado mucho antes, pero la erótica del poder es un virus que domina a nuestra casta política, y para semejante enfermedad no hay vacuna posible.

*Escritor.