THtacía quince años que no la veía y me costó reconocerla. Sus facciones habían cambiado visiblemente y su pelo ya no era de color castaño, sino amarillo paja. Enseguida me di cuenta de que había pasado varias veces por las manos del cirujano plástico para pronunciar el volumen de sus pómulos, empequeñecer las aletas de su nariz y aumentar el grosor de sus labios.

Ella, sin embargo, sí me reconoció enseguida cuando me coloqué a su lado en la acera para esperar a que el semáforo mostrara el muñeco verde. Me dijo que vivía en Barcelona, que trabajaba en una agencia de viajes y que había vuelto a Cáceres por unos días para poner en venta la casa de su padre, que había fallecido hacía un mes.

Se llamaba Manuela, aunque me dijo que ahora prefería que la llamaran Manoli. Después de hablar un rato con ella llegué a la conclusión de que Manuela había perdido bellas arrugas y había ganado feas tersuras. Con lo guapa que era Manuela, y qué poco agraciada me pareció Manoli. Me despedí de ella preguntándome por qué existen mujeres tan empeñadas en colocarse bollos suizos por pómulos y salchichas alemanas por labios.

Me vino a la mente un amigo cuyo hijo tenía las orejas demasiado adelantadas, de soplillo, como se conoce vulgarmente. Y el niño, harto de aguantar burlas y bromas de sus amigos y compañeros de colegio, pidió a su padre pasar por el quirófano para que corrigieran su anomalía. Sin duda, el chiquillo, con ocho o nueve años, le echó una valentía tremenda al pedir esa operación quirúrgica, cuando la mayoría de los niños no soportan ver la aguja de una jeringuilla. Pero las orejas del crio quedaron en posición normalizada y no volvieron a ser causa de burla.

Hay personas que recurren a la cirugía estética para luchar contra desarreglos físicos y las hay que lo hacen para luchar contra el tiempo. Las primeras suelen acertar, entre otras cosas porque tienen poco que perder y mucho que ganar. Las segundas suelen equivocarse porque tienen bastante que perder, ya que el paso del tiempo siempre gana.