Quizás el Gobierno deba ocuparse de la imagen del Rey, como se ocupan de recordar cada día los medios, desde hace unos días, en feliz coincidencia de opinión. Pero el Rey, sin haber requerido semejante ocupación -ni para el Gobierno ni para los medios--, se preguntará, extrañado, para qué. De acuerdo, los problemas de mi padre, el debate que dicen que hay sobre mí, el cuestionamiento de la monarquía, todo eso, pero para qué. Y Felipe VI no ha heredado precisamente la borbonidad de los Borbones, o sea que no es pregunta cósmica, arrobada, tipo ¡la vida, qué cosa más misteriosa! Y no es tampoco pregunta escrutadora, de conocimiento, aunque Felipe VI podría, pues quienes tienen acceso a él confirman que solo ha heredado de los Borbones el apellido, como queda dicho. Para qué, se preguntará, esta ocupación de los medios en que el Gobierno se ocupe de mí.

Algún momento de debilidad política también tendrá, claro, por conocer cómo se ha llegado hasta aquí. No han sido los medios, ni siquiera algunos medios, los que han decidido qué debe hacer el Gobierno, sino el propio Gobierno, decidido a que los medios decidan qué debe hacer el Gobierno. Felipe VI, el extrañado. Un momento de debilidad política capaz de hacerle dudar incluso de la Casa Real. A ver si es cierto que hay que ocuparse de mí.

Desde luego, los medios insisten. Sin salir de los periódicos -el periodismo son los periódicos, los medios son siempre los periódicos: lo demás es cortesía--, el parecer general es que el Gobierno debe ocuparse de la crisis institucional de la monarquía provocada por Juan Carlos I, a quien la facilidad ya nombra «el emérito en demérito». Y donde unos opinan que el Gobierno debe hacerlo presionando sobre Juan Carlos I para salvar la imagen de su hijo, otros consideran que es mejor instando a Felipe VI a que aparte a su padre. Y los dos partidos que gobiernan, divididos: uno da por hecho que no será posible reformar la inviolabilidad del Rey y que la monarquía no es un problema y el otro, que los escándalos que cercan a Juan Carlos I son institucionalmente hereditarios y afectan a la legitimidad del sucesor.

Algunos derrocamientos -propósitos--, demasiados gobiernos -no todos monárquicos--, múltiples conspiraciones -una por semana--, un golpe de Estado e incluso una abdicación. Para todo tiene el Rey una palabra: «Sosegaos».

*Funcionario.