Que me perdonen Marx y Engels por tomar prestado su comienzo de «El manifiesto comunista», pero es perfecto para expresar con ironía, es decir, de la única forma en que puede expresarse racionalmente, lo que ocurre con uno de los temas en los que anda azorada la sociedad española estos días.

Llevamos desde el 25 de agosto hablando sobre si este jugador de fútbol se queda o se va de su club, como si se tratara de un tema de Estado. Como si del resultado de su decisión dependieran grandes cosas. Como si fuese una de las cuatro o cinco cuestiones fundamentales que movieran nuestra vida en una dirección u otra.

Messi no ha tenido durante estas dos semanas ni siquiera la consideración de aparecer públicamente para explicar sus motivaciones, convirtiéndose así en un fantasma detrás del que más de media España corre desesperada. La escena sería patética, sino fuera plenamente coherente con aquello en lo que se ha convertido el fútbol y también España.

El fútbol hace muchos años que no es un deporte, sino un negocio. El deporte requiere afán de superación, competición leal y genuina, dedicación vocacional, identificación sincera con los valores en los que se basa, compromiso colectivo en su práctica y en su significación social y cultural. Los clubes de fútbol se convirtieron en sociedades anónimas, es decir, en empresas, a raíz de la Ley 10/1990, de 15 de octubre, y ese fue el comienzo del fin.

Una empresa requiere también de valores y principios, pero otros. En este caso, determinados por múltiples factores, entre ellos la internacionalización del fenómeno. La maximización del beneficio, el sometimiento de los jugadores a una sobreexplotación de su imagen más allá del recinto deportivo, la conversión de los presidentes en actores políticos y financieros, el sometimiento de las condiciones deportivas a las máximas del mercado y, en fin, el cambio total de prioridades y de orientación del proyecto.

El fútbol pasó de ser un espacio de ocio situado al margen de las miserias cotidianas, para convertirse en una miseria cotidiana más. De ahí nacieron las luchas de poder, la imbricación con la política y, finalmente, la terrible corrupción en la que está inmerso.

Los futbolistas pasaron de ser chicos del barrio despeinados que jugaban en su tiempo libre mientras trabajaban en otra cosa, a multimillonarios con gomina a los que no se les mueve un pelo durante los partidos, y que al acabar se marchan a descansar en las tumbonas de las piscinas de sus grandes casas aisladas del mundo.

Para los que nos gustaba el fútbol, haber vivido todo esto es inmensamente triste, y si además se tiene un poco de conciencia social, más triste aún es comprobar cómo los aficionados, en su mayoría trabajadores humildes para los que el fútbol es una de sus pocas salidas de la cotidianidad, no se dan cuenta.

Messi cobra 8,3 millones de euros al mes, es decir, 11.528€ a la hora, contando las que está dormido. Piénsenlo por un momento. Cuando dentro de doscientos años lo analicen les va a costar creerlo. Y aún más les va a costar creer que la gente pagaba dinero por aplaudirles. Hacen falta ocho familias trabajadoras completas, currando durante todas sus vidas, para sumar lo que él gana en treinta días. Y esas mismas familias llevan dos semanas gimoteando porque se quiere ir.

Messi es ya un fantasma de todo lo que ha perdido el fútbol, que es también todo lo que hemos perdido todos nosotros. Futbolísticamente, será un fantasma aunque se quede, porque nadie puede tener los pies en un sitio y la cabeza en otro. Y él hace tiempo que tiene la cabeza allá donde puede pagar menos impuestos, es decir, ganar más dinero. Y metafóricamente, es ya también un fantasma de la decadencia de un país, que se moviliza y lamenta por un multimillonario delincuente condenado en firme por el Tribunal Supremo en mayo de 2017, mientras la sanidad y la educación se van a pique, mientras crece el paro como nunca lo había hecho, mientras el horizonte es el más negro del que ninguna generación viva haya tenido.

El fantasma de Messi puede que se siga arrastrando por España en 2020 y 2021, pero España debería estar preocupada de otros fantasmas.

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