XDxespués de Badajoz y Cáceres, ayer miércoles la Chico inundó con su presencia las anoréxicas medidas de la Sala Trajano de Mérida.

Dice despedirse de tantas tablas y escenarios, y para ello, nada más que embutirse en las concurridas enaguas de aquella Isabel II, que no dejaba general sin sable, ni soldado sin munición.

Son las últimas veinticuatro horas de una hembra y reina, de una mujer y madre. Supongo porque cuando escribo estas líneas todavía no la he visto, que Mendizábal, el autor, llevará a las tablas el raso y contradictorio velo que conlleva contar una existencia.

Florinda Chico se despide de los escenarios y de toda una vida, --del espectáculo, claro-- sin permitir que ese final de farándula y del viaje a ninguna parte y a todos, se desarrollara en su tierra, Extremadura.

Mujer oronda, de papada sin concesiones a las estupideces de tanta telebasura, se busca la dignidad en una apariencia dura y sin mariconadas, que posiblemente sea su realidad. En todas sus entrevistas --todas--, este servidor que suscribe se quedaba amortajado cuando la dureza verbal de la Chico rompía extremos a personajes sin persona, que en aquellas películas de gracieta fácil y obligatoria repetía, porque todo el corral de este país era la antesala y el corral de la tía y la sobrina, de mujeres que encarnaban a las mismas mujeres.

Y lo hacía tanto de chacha como de pilingui, convertida en señora americana, mientras el militar negro le zurraba la badana por los jardines de Torrejón. Hay una factura moral, como justa, con estas grandes actrices: no haberles tocado la ruleta del tiempo.

Pertenecieron a la época de un pasado culpable y revivieron en un presente, que quiso abarcar todo lo que no fuera ese pasado. A Florinda Chico la tendré por siempre en La Casa de Bernarda Alba : La Ponencia que mascullaba la tragedia que se prendía, entre flores asfixiadas, y la autoridad de la apariencia negra --Irene Gutiérrez Caba -- mientras ella recitaba el hermoso parlamento, entre criada sabia y perra fiel de unos muros que escondía muchas más miserias que lo que daba a entender la cal blanca e hiriente de los jastiales del sur.

Supongo que he pasado someramente por la vida de esta actriz, pero también afirmo que esto no es la cumplida columna de alguien que nos deja. El adiós agrio es la tenacidad de no olvidar las humillaciones y el dolor de vísceras del que fuera su pueblo, Don Benito.

Lo sé, y ella misma lo confirma, que jamás pondría su cuerpo de reina para despedirse de aquellas calles que la vieron nacer. No siempre es fácil olvidar y, menos, correr el tupido velo de la sonrisa cuando vomitas unos recuerdos que te son pesadillas.

Posiblemente vea a su madre --guapa, pobre y viuda-- como carne de caciques. A ella misma, como destino de querindona y placer de señoritos. De ahí la huida; la huida que rompe distancias y cualquier cordón que una el recuerdo que lo que necesita es amnesia.

Nadie es profeta en su tierra y sí sangre de los que todo quieren chupar. Florinda Chico no quiere llevar las palabras de la reina castiza a Don Benito. Recibió el año pasado la Medalla de Extremadura por la brillante y dilatada carrera de actriz y por el orgullo con el que pasea su condición de extremeña. Florinda dijo entonces que tanto ha cambiado esta tierra de feudo, que hasta era verde.

Su pueblo --no el de ahora, claro-- sigue siendo un erial y mozos de mula. Por eso, ese adiós agrio.

Pero contra los recuerdos y dolores no se lucha: afloran. Feliz descanso.

*Autor teatral