Dice el refrán que «una buena capa todo lo tapa». La capa, ahora mismo, es el coronavirus, que ha puesto unas orejeras a la actualidad que nos impiden prestar más atención a otras noticias relevantes que se están produciendo estos días. En concreto, pienso en el desastre humanitario que está teniendo lugar en la frontera de Turquía con Grecia; con la UE en definitiva. Soy consciente de que es muy difícil que nos podamos poner en la piel de los refugiados sirios que huyen de la guerra, cuya dramática situación percibimos como algo muy alejado de nuestro mundo y, por tanto, no lo incluimos entre nuestras preocupaciones pero, al menos, deberíamos intentarlo.

El estado de bienestar en el que vivimos, y la lejanía con el lugar del drama, nos llevan a pensar que nunca nos veremos en la situación de esas personas sin nombre que se asoman a los telediarios. Semejante, por lo demás, a la que sufrieron muchos españoles en un pasado, no tan lejano, que todavía no hemos superado del todo. Además, la mala memoria nos hace olvidar que, no hace mucho tiempo, el gobierno de Turquía se comprometió con la UE a parar la entrada de refugiados sirios a territorio comunitario a cambio, eso sí, de dinero y apoyo a un gobierno dudosamente democrático, por definirlo de un modo suave.

Para un club de países, la UE, que se define como garante de las libertades democráticas y los derechos humanos no debería ser asumible que las autoridades turcas estén jugando con vidas humanas para conseguir sus intereses políticos ni, como es el caso, los responsables de ese club miren para otro lado ante la flagrante conculcación de los derechos humanos o, al menos, modulen sus críticas ante unos hechos intolerables. Como lo es que a este lado de la frontera europea se reprima con dureza a unas personas que buscan salvar sus vidas y las de sus familiares.

Dicho lo anterior, debo añadir que, aunque no quería entrar en disquisiciones políticas, lo he creído necesarias para aclarar las cosas. De lo que quería hablar era de las personas, de esas personas a las que no les podemos poner nombre, pero que, al hecho doloroso de tener que abandonar sus hogares y su país, hay que sumar las dificultades de un viaje, difícil y peligroso, para huir de la guerra que, en lugar de entrar en el paraíso soñado, se han encontrado con la represión a la que los están sometiendo en la frontera entre Turquía y la Unión Europea, sintiendo, con razón, que no los quieren en ninguno de los dos lados.

Personalmente, me duele en el alma contemplar las imágenes de familias, con niños muchas de ellas, deambular por los campos, desorientados, con frío y sin saber a dónde ir. Por fortuna, en esta ocasión no hemos visto imágenes de ningún niño ahogado, como sucedió en ocasiones anteriores, razón por la cual no le estamos prestando tanta atención a una crisis humanitaria que las autoridades parecen querer tapar, como demuestra el hecho de que algunos periodistas han sufrido los golpes de la policía.

Por último, quería reconocer el trabajo de las ONG que, como siempre, son las únicas que están a la altura, en unos momentos tan complicados para todas esas familias que, huyendo de la guerra, solo han encontrado rechazo por parte de las autoridades competentes y la indiferencia de la mayoría de la ciudadanía. Quizá por estar fuera de foco.

*Periodista.