T"Qtue el mundo fue y será una porquería ya lo sé" además de conmovedor tango no parece máxima filosófica suficiente para explicar la ola de violencia urbana y juvenil que lo sacude. La ira, ese cuarto pecado capital que tan a menudo justificamos, campa a su placer mientras la contemplamos atónitos en la televisión, en la prensa o a través de internet, como si fuera solo eso, ficción creada por unos guionistas en busca de impacto y no locura generalizada y real. Lo estamos viendo, está pasando, pero esta sociedad inmediata, globalizada y tecnológica propicia también el distanciamiento ante el horror. Y ante ese tan cercano y cinematográfico Londres en llamas, una parte de nuestro subconsciente equipara las imágenes con épicas películas de guerra, de acción truculenta o destrucción en un futuro visionario e improbable. Pero la ola de indignados y cabreados a uno y otro lado del océano es una ola real que empezó moderada y amenaza con convertirse en tsunami incontrolable. Razones para la ira siempre hay. En Londres la crisis ha provocado una bolsa en ebullición de marginalidad que ha saltado a las tranquilas calles y parques no hace mucho transitadas por admirados turistas, encantados ante el aire tan inglés y genuino de los autobuses y cabinas rojas, el British Museum, la National Gallery, el London Eye o el Big Ben. Y ante la rabiosa, súbita e inesperada suplantación de la tan famosa flema británica por una furia más propia de individuos de tez oscura los analistas buscan razones. Desde la fractura del ascensor social, la división entre guetos ricos y guetos pobres, el ansia de consumismo, o como ha diagnosticado el tan criticado Cameron , en, a mi parecer, acertada reflexión; "la falta total de responsabilidad, la ausencia de una educación familiar-, de ética y de valores morales acertados". Jose Antonio Marina habla de una sociedad enferma. Todo eso es verdad. Y también que la solución no está en armar a los pacíficos Bobbies. La rabia no tiene excusa pero sí muchas razones. Aunque no creamos en la ira santa.