Google acaba de comunicar que cierra su famosa red social Google+. Sí, famosa pese a que nadie o casi nadie le da el uso propio de una red social: hacer interacción con otras personas, crear una comunidad con gente afín con la que compartir inquietudes. Google+ es, desde hace mucho tiempo, no tanto una red sino una estrategia para posicionar contenidos en el buscador. Era --ya escribo en pasado-- un espacio yermo y fantasmal en el que, paradójicamente, a muchos particulares y empresas les convenía estar.

En agosto Google+ habrá muerto. Es el tiempo que nos han dado para recuperar toda la información que hemos almacenado en ella durante años. O sea, que mientras que por una parte resultó difícil que Google permitiera nuestro derecho al olvido (el derecho de una persona a que se elimine del buscador información sobre su pasado), con la clausura de Google+ el gigante de Silicon Valley nos enviará, sin que nadie se lo haya pedido, al espacio sideral, donde el olvido es eterno. Las fotos del bautizo del niño, la divulgación de la publicación de la enésima novela o las imágenes de la última manifestación serán historia jamás contada, a no ser que las rescatemos antes.

Son los inconvenientes de usar este tipo de servicios gratuitos en los que el usuario se convierte en el producto. Cuando el producto ya no interesa, el proyecto se cierra. Para justificar su clausura, la empresa ha alegado una brecha en la seguridad. Quizá esto haya influido en la decisión, pero el verdadero motivo es que no éramos rentables para Google+, la eterna promesa que nunca pudo desbancar a Facebook.

No deberíamos llevarnos las manos a la cabeza: somos efímeros y las redes sociales no son una ninguna excepción. Nacemos, crecemos, nos desarrollamos... y luego pasamos al olvido. Ya lo escribió Juan Ramón Jiménez en uno de sus poemas lapidarios: «Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando».