TAtntes o después, el mundo está llamado a ofrecernos grandes acontecimientos. Puede que el hombre viaje a Marte, que la medicina venza definitivamente al cáncer o que se descubran nuevos hallazgos arqueológicos de la importancia de Qumrán o Nag Hammadi. Puede que se ponga fin al terrorismo yihadista, que una mujer consiga ser la primera presidenta de Estados Unidos o que el Real Madrid gane la undécima Copa de Europa. Noticias de relumbrón se vislumbran a la vuelta de la esquina, pero para mí lo más noticioso está en el suelo de este salón hogareño: mis dos hijos se han puesto de acuerdo para comenzar a gatear.

Mientras escribo estas líneas los veo avanzar raudos por un mapa imaginario: Mario (nueve meses) atraviesa Alemania y Francia y se detiene a esperar a su hermano Chico (25 meses), que está a punto de cruzar subrepticiamente Italia. La gran batalla se dará en los Pirineos. Aquí el pequeño le tirará de los pelos al mayor y este le quitará el chupete de la boca al pequeño. O no. Nunca se sabe: tal vez sea una jornada para la paz, no para la guerra.

Fantasías aparte, me deleito pensando en los muchos territorios vitales que les quedan por recorrer. Grandes sucesos están a punto de desencadenarse: un día se pegarán por los juguetes, otro irán juntos al colegio, otro pedirán incesantemente ir al cine a ver una película de Disney y otro día Mario, que apunta maneras de atleta, se preguntará, por primera vez de forma clara, por qué su adorable hermano no es como los otros chicos y qué significa "tener el síndrome de Down".

Los detalles asociados al crecimiento de estos dos niños, cada cual con su ritmo propio, serán algo nimio para los designios de la humanidad, pero un gran acontecimiento para sus padres.

Intuyo que en los próximos años ningún lugar del planeta me va a resultar tan apasionante como el suelo de mi salón.