No entiendo por qué nos rasgamos las vestiduras ante el máster o no máster de Cifuentes. Que esté pasando esto no es más que otro resultado de las enloquecidas políticas educativas que hemos ido sufriendo hasta ahora.

A lo mejor es que se pensaba que la locura no iba a llegar nunca a la universidad, y ha llegado, claro que ha llegado. Pero, qué esperábamos de un sistema de compraventa que obliga a los alumnos a pagar el doble o el triple por un año que antes costaba lo mismo que los otros cursos.

Las reformas educativas han ido dinamitando los cimientos de nuestro sistema, y al final, el techo se ha venido abajo. Y si no se derrumba, no es por el esfuerzo de los gobiernos, sino por el trabajo diario de padres, profesores y alumnos que siguen creyendo que la educación es necesaria.

Desde hace años, se ha legislado a golpe de ocurrencia. Hemos tenido ordenadores hasta en la sopa, de todos los tamaños, sobre mesas que obligaron a amueblar de nuevo todos los centros educativos.

Luego tuvimos portátiles, y pantallas y ahora el bilingüismo se ha convertido en la nueva palabra de moda, aunque de bilingüismo solo tenga el nombre y la buena voluntad de quienes lo implantan en las aulas. Y poco más que fuegos de artificio.

Lo que sí tenemos es cambios de nombre cada rato, y nuevas formas de evaluar que qué más da si da lo mismo, si al final, muy al final, cuando el daño ya está hecho, se vuelve a legislar sin tocar lo importante, con la vista en el ejemplo de Finlandia, pero cosa curiosísima, sin seguirlo.

Por eso no entiendo a qué viene este clamor por el máster o no máster de Cifuentes o de quien sea.

Comprendo que se persiga la mentira o el engaño y se castigue a quien presume de título sin tenerlo, o a quien firma sin tener que firmar, pero de los polvos de educación infantil vienen los lodos de la universidad, y el fango ha acabado por salpicar a todos.

La única esperanza posible es una limpieza general, de arriba abajo. Abrir armarios, sacudir la ropa, tirar las bolas antipolillas y empezar de cero.

Y olvidarnos de modas y escuchar a quien sabe, no al gurú de turno.

Hacer la colada. Tender la ropa limpia y esperar que el aire de la calle se lleve el olor a naftalina y a modernidad mal entendida al mismo tiempo.