A veces me pregunto qué cosa será más prudente para el débil: rebelarse o callar frente a la fuerza tempestuosa de la vida, en la que la voz y las palabras se convierten en cañones, bombas o en hechiceras que van repartiendo venenos en tacitas de plata, poniendo el cuello del hombre bajo el dominio del tirano, sometiendo cuerpos fuertes y mentes débiles a los hijos de la codicia para ser usados como instrumentos de su poder.

Los discursos que oímos, en estos días, han dejado de ser un relicario donde se esconde el alma de quien lo dice para convertirse en una ficha de cálculo, que utiliza el político como moneda de cambio, falsa, que ciega al ignorante. Torbellinos de palabras inundan los espacios de comunicación. Algunas suenan tan raras, que parecen adoquines levantados en una buena calzada. Se tropieza en ellas, se destruyen las emociones artísticas y se aparta la atención de lo bello. Todavía no estoy tan desorientado en materia de lexicografía para olvidar que las palabras no son sino los signos y los símbolos corrientes de las ideas comunes de las cosas; pero no entiendo, muchas veces, su empleo, ya que una gran parte de los males que atormentan al mundo derivan de la palabra. A través de ella fluyen promesas y se juega con los sentimientos de muchos, haciéndolos prisioneros sin rumbo, que sumisos y esclavos besan la mano y sirven a los que tantas veces le dieron bofetadas. Revestidas de "hadas misteriosas" esconden, bajo su manto blanco, intenciones retorcidas y crueles haciendo que la lengua de los débiles se mueva con miedo y hablen sin sentimientos.