Ya nos lo contaba Gila, un humorista serio, en uno de sus chistes que tenían más realidad que la realidad misma. Me habéis matado al hijo, pero lo que nos hemos reído, le decía un padre a los mozos autores de las bromas contra los de fuera, en las fiestas del pueblo. Exactamente igual que nosotros. Se han muerto miles de personas, se han cerrado o arruinado negocios, se ha parado un país de nuevo pero hemos salvado la Navidad. Lo que no habremos reído. Qué alegría. Las ciudades son un páramo solo lleno de carteles de se vende o traspasa, volvimos a estar encerrados en la jaula de nuestros municipios, masticando expresiones no tan nuevas como cierre perimetral, estado de alarma o toque de queda, pero salvamos la Navidad. Y menos mal que no la salvamos todos, que si no, ahora quizá no quedaría nadie para recordar este gran logro. Ha habido sosos, que los hay siempre, como yo misma, que no han visto a su familia, ni han tomado cañas con los amigos ni se han juntado en casas de campo o locales para quitarse las mascarillas solo un poco, ese segundo eterno que se tarda en tomarse una copa o dos, o las que sean. Nada, los sosos no sabemos disfrutar de la vida, pero de la muerte empezamos a saber un rato. Y del aburrimiento ya ni hablamos, o lo que han dado en llamar fatiga pandémica, que no sé si incluye la ira efervescente que empiezo a notar en mi interior un poquito más cada día y más ahora que empezamos a respirar de nuevo.

Suele pasarme cuando me cruzo con personas fumando por la calle o en las terrazas, sin mascarilla, por supuesto, o veo los parques infantiles aún cerrados. A lo mejor porque los niños importan más bien poco. No son todos, por supuesto. Hay fumadores que se apartan, y personas sensatas que se toman su café en una terraza, sin olvidarse de subir la mascarilla. Pero los tontos son multitud, y están ganando. No son malos, no buscan conscientemente provocar una tercera ola ni que mueran más personas. Lo hacen porque están en su derecho de tomarse la caña en mesas de más de cuatro, de salir por la noche, de meterse en un centro comercial sin guardar distancia alguna, porque total, los que trabajan allí y los camareros están a su servicio, y el cliente siempre tiene razón. Luego, los culpables son la hostelería, los jóvenes y los políticos, pero los que incumplen las normas, la gente irresponsable, no se siente culpable nunca. Ya nos lo dijo Gila, lo que nos estamos riendo. Sobre la ruina, las muertes y la desolación. Pero hemos salvado la Navidad, y habría que empezar a pensar en salvar la Semana Santa, que nos esperan las barbacoas familiares y las fiestas en los chalés. El caso es que yo no me río mucho. A lo mejor es la fatiga, la ira, la hartura y esta profunda decepción que siento cuando miro alrededor. A lo mejor es que no quiero que me maten al hijo, ni que me salven las fiestas, ni que el sentido del humor ahora se asocie con la estupidez, y yo no me haya dado cuenta.

*Escritora