No hay mal que cien años dure es la versión popular del esto también pasará que parece que suena más moderno, aunque signifique lo mismo. Como siempre, el refranero, a veces tan odioso por real, acierta en su consejo. De aquí a un tiempo miraremos para atrás y esta situación habrá desaparecido, no sé si como llegó, sibilina y silenciosamente o de forma abrupta, igual que un portazo que cierre una irrealidad para conducirnos a lo que llamábamos normalidad, y no lo era. Otra cosa es cómo volvamos de este viaje, con qué heridas y de qué gravedad serán estas. Nada dura para siempre, ni el dolor de la pérdida ni el desamor pero todo deja cicatrices más o menos marcadas. Los más afortunados solo conservarán un breve recuerdo, como esa marca roja en la piel que a veces pica, la señal apenas perceptible de una piedra pequeña en el zapato, la minúscula huella de un dolor que no llegó a ser tal. Otros tendrán arañazos y surcos, que les recordarán que una vez fueron mortales, aunque ahora se crean a salvo. Y algunos, por desgracia, quedarán marcados por desgarros, roturas, restos de un naufragio que los eligió como supervivientes a costa de sus seres queridos. Todos, hasta los que vivan al margen, saldrán heridos de una forma u otra.

Habrá quien recuerde esta época como la de la convivencia familiar o la del divorcio, o quien conciba un hijo o vuelva a enamorarse con locura de la persona de la que estaba enamorado. Ha tenido que ocurrir esto para que recuperásemos nuestra verdadera condición, la de mortales, sin otro calendario por delante que el que marca la casualidad, el accidente diario que era nuestra existencia, al que quisimos domesticar haciendo planes. Todo ha sido posible cuando creíamos que era imposible sobrevivir. Frágiles, mortales y caducos mostraremos las cicatrices de una época de la que no nos gustará hablar, sin saber que solo poniendo palabras a toda esta irrealidad convertiremos en real el breve suspiro de una vida.

*Profesora y escritora