Nadie te dice la verdad sobre qué significa tener un hijo. Nadie te dice que a partir de ese día todo duele, pincha, quema, hiere. Que tu casa se llena de aristas y cajones, de puertas que se cierran de pronto como bocas hambrientas, y de enchufes de dos ojos que hacen guiños a sus dedos pequeñitos. Que el corazón se eriza y se esponja, mientras deseas que los años pasen deprisa y crezca cuanto antes, para que sepa y se guarde de peligros; pero también que los días se detengan y siga habiendo beso antes de que se pierda en el revuelo de carteras de los lunes.

Nadie dice nada, solo vaguedades. Si acaso, los padres veteranos se atreven a pronunciar consejos inservibles. Yo hice, yo probé, a mí me fue bien... como si la experiencia fuera hermana del azar, o como si quien ha vuelto de la guerra no hubiera olvidado ya el fragor de la batalla. Ninguno habla de la preocupación, del miedo, de la angustia. Tampoco de la ternura, la felicidad, los sueños. Ninguno dice la verdad, quizá porque no se puede poner nombre a lo inefable. Y ahí estamos los demás, pobres ilusos, creyendo que habíamos conseguido superar al mundo y sus afanes y que habíamos encontrado el equilibrio, sin saber que la revancha se cuece a fuego lento, que aguarda hasta que eres padre, y vuelven las preocupaciones que creías olvidadas.

Así que era esto, piensas. Por eso callan. Y justo cuando descubres el ciclo de la vida, justo cuando empiezas a entender la rueda de la fortuna, esta gira de nuevo, y nada importa, porque lo único que te preocupa (ahora lo entiendes) es que no aplaste a tu hijo, aunque sea a costa de que tú vuelvas a empezar otra vez.