Entre bromas y alguna que otra malicia, en mi familia siempre se habló de fútbol. Valga este dato como pincelada de lo que somos los Rodríguez: gente que disfruta de las pequeñas cosas. Así al menos recuerdo a mi padre, mis tíos y mis primos mayores, enfangados en amistosas y divertidas trifulcas sobre los méritos y deméritos del Real Madrid o del Barça. Se hablaba de otros temas, claro. En realidad, hablábamos mucho, a todas horas.

Recuerdo aquellos domingos en los que nadie faltaba a su cita en La Finca, que era como llamábamos al terrenito que teníamos en la cuesta del santuario de la Virgen de la Montaña, donde pasábamos jornadas edificantes.

Mi padre y sus hermanos, al reunirse, eran un estallido de júbilo. De jóvenes, nunca les vi tristes, deprimidos o desencantados. Sus vidas parecían plenas de significado, y esa plenitud vitalista nos llegaba a los pequeños como una herencia irrenunciable.

No pude evitar rememorar ese escenario, el de La Finca, en la misa del pasado viernes, celebrada en el nuevo tanatorio de Cáceres, con la que despedimos a mi tío Antonio (95 años), el último superviviente de los cuatro hermanos.

Me asaltó una profunda tristeza al comprobar que nos vamos yendo, poco a poco, hacia ninguna parte, y que solo nos asiste el consuelo de besarnos y abrazarnos.

Poco queda de nuestra finca, pero cuando paso por ella me asomo por las verjas para vernos saltar de cabeza a la piscina, emular a Maradona en el campito de fútbol o corretear tras los indómitos cachorros. Ahí estoy, pese a todo. Ahí estamos. Pronto la muerte vendrá por nosotros, y a todos nos borrará de un plumazo. Pero hasta que llegue el día nos queda nuestra amiga la memoria, esa guardiana valerosa que, mientras siga en pie, se encargará de recordarnos que una vez fuimos rabiosamente jóvenes y felices en esa finca en la que escribimos las mejores páginas de nuestra efímera historia.