Cada día estoy más convencido de que el ser humano tiene una necesidad imperiosa --rayana en lo enfermizo-- de ser aceptado por sus semejantes. De palpar el calor del grupo. De sentir el cobijo del rebaño. De encontrar la seguridad de la manada. De obtener la comodidad que ofrece el estar diluido en una masa líquida, que fluye inevitablemente hacia un mismo regato. No sé muy bien si es porque nacemos con esa querencia. O si nos la inoculan por la vía cultural. Hay teorías sobre ello; pero no demasiado concluyentes. El caso es que la necesidad existe. Está constatado. Y sí, es cierto que se manifiesta de una manera más acentuada en unos que en otros. Pero también que, en algún momento de nuestra vida, nos sobrepasa a todos. Ya desde pequeños somos seres muy dependientes. Biológicamente, no estamos preparados para subsistir de manera autónoma hasta pasado un tiempo desde nuestro nacimiento. Un tiempo que, además, se acrecienta en la medida en que el hábitat en que nos desarrollamos se transforma en un entorno más hostil, y no sólo para el que comienza a gatear, sino también para los bípedos racionales que se queman las suelas a diario. El problema viene, pues, cuando esa necesidad de respaldo o aprobación se convierte en una prisión para la personalidad. Porque cada ser humano es único e irrepetible. Y, cuando se acomoda en la molicie gregaria, deja de ofrecer al mundo lo mejor de sí.

A veces, una simple anécdota nos permite constatar esa realidad. Y la encontramos, a menudo, en la observación de la adolescencia. Entre los púberes, la necesidad de aceptación se convierte en algo casi patológico. Y no lo hace de manera azarosa, sino por miedo a esa crueldad que nos convierte en lobos para nuestra propia especie. En esa etapa vital, el castigo por tener criterio propio puede ser la exclusión. Y no todo el mundo está preparado para remar en solitario a esas edades. Hay quien considera que la integración en el colectivo es un signo de inteligencia práctica superior. Otros, pensamos que la aniquilación de la individualidad conduce al totalitarismo. Y, por desgracia, la experiencia histórica de los últimos siglos nos da la razón. El problemas es que las tendencias en boga auspician el resurgimiento de las cuadrillas en las que todos sirven, irreflexivamente, a una causa común dictada por cualquier aprendiz de tirano. Y ese no es un buen camino, se mire por donde se mire.