"Es imposible que se haya suicidado, su Instagram estaba siempre lleno de fotos en las que se le veía muy feliz". Y a esto añadiríamos que "su vida era espléndida, tenía un trabajo genial, viajaba, hacía deporte, gozaba de salud, estaba de maravilla con su pareja, que por cierto, era muy guapa, tenía un cuerpazo, estaba muy feliz con él, hacía mucho deporte, se cuidaba un montón y comía de manera sana". La vida que llevamos en el siglo XXI en general, las redes sociales en particular e Instagram en concreto, está creando un narcisismo excesivo de la realidad. La gente vive para sacar una foto y colgarla en Instagram, y así mostrarle al mundo lo feliz y guapo que es, pero nunca se sabe lo que hay detrás. El error es que a partir de ese átomo de tiempo extrapolamos toda una vida. Una vida que puede ser todo lo contrario a lo que enseñan y que nunca será tan perfecta como la que sale en la foto, porque la realidad siempre tendrá momentos tensos, o problemas, o facturas por pagar o noches sin dormir. No hay un solo Instagram en el que se muestre a gente llevando una vida normal. Todo es optimismo, felicidad, alegría y lujo. El problema de todo ello es que, por una parte, la gente está viviendo una mentira que se cimenta sobre unos cuantos píxeles que se desmoronarán de un momento a otro y, por otra parte, la gente que sí vive en la realidad, que no tiene tiempo para ir al gimnasio, a la piscina o para crear todo un escenario para estar ideal, estará frustrada por no entender por qué se valora una vida de plástico en vez de la vida real; por no encajar en esa pantomima y sentirse un outsider al ser coherente y veraz. Lo peor es que muchos sucumbirán a esa presión grupal y acabarán sumergiéndose en la mentira de la superficialidad, del instante, del optimismo de pegatina, frágil y sin profundidad; caminando hacia la tragedia abismal de un trastorno mental.