Son los años, o los golpes, que más o menos vienen a ser lo mismo, los que te enseñan de qué va la vida, sin manual de instrucciones. Y sin estudios de mercado ni propaganda ni publicidad alguna. No hacen falta tazas con mensajes de buenas intenciones ni frases de Coelho o Bucay o de Ikea, qué más da si da lo mismo. Ni felpudos de bienvenida, ni agendas cargadas de entusiasmo de color rosa, ni buzones con carteles que espantan más que acogen, la verdad sea dicha. La vida no necesita de carteles motivadores para enseñarte lo imprescindible. Ni de frases de colores con varios tipos de letras.

La pena es que se aprende tarde y mal, por nuestra culpa. No se puede echar en cara al profesor si no hemos querido estar atentos, y hemos descuidado las señales. Y mira que hay avisos y consejos y advertencias. La literatura está llena de ellos, sin ir más lejos. Y el cine, y la pintura, y cualquier arte.

Pero son solo los años y los golpes, esos justo en mitad del estómago, esos que cortan la respiración y te dejan sin aliento, abandonados a medio camino entre el pesar y la ira, los que te enseñan que el carpe diem, y el memento mori y el collige, virgo, rosas, y toda la retahíla de tópicos no son frases de un día. Ni adorno de carpetas ni luminosos de regalo a quinceañeros. Ni pretexto para películas ñoñas o pseudofilosofías baratas.

Y sí, es una pena. Una lástima, un espanto que tengamos que aprender así. Que la vida iba en serio, que hay que gozar el momento, que hay que cortar el día y coger las rosas porque huye el tiempo inexorable y la juventud se marchita, y llegará el invierno a cubrir de nieve la hermosa cumbre, y marchitará la rosa el tiempo helado, y hay que vivir, salvaje, furiosamente, como si no tuviéramos otra cosa más importante que hacer, lo que además es cierto.

En medio de este anticipo de verano, bombardeado por malas noticias, por muertes inesperadas, si es que la muerte puede serlo, esta es la única enseñanza: hay que vivir. Como sea. La otra opción no es muy recomendable, sobre todo porque siempre, siempre, acaba siendo la única alternativa posible. Y entonces, cuando no tengamos elección, creo que mirar atrás y ver todo lo que hemos vivido y sobre todo, cómo lo hemos hecho, debe reconfortar y ser un pasaporte tan digno como la moneda de Caronte, el barquero.