Con inusitada celeridad, el Parlamento argentino ha aprobado la iniciativa del presidente Kirchner de acabar con la impunidad que Menen otorgó a los acusados de las violaciones de derechos humanos perpetrados por la última dictadura militar. La derogación efectiva de las leyes de punto final y obediencia debida que soslayaron las responsabilidades de quienes hicieron desaparecer a 30.000 personas --incluidos 600 españoles y otros europeos-- y robaron a sus hijos depende ahora del Tribunal Supremo argentino. Sus jueces, inoperantes hasta hoy en la materia, encaran este hito con resignada fatalidad. No lo ocultan. Les conmueve menos la verdad y la justicia que impedir que cuajen los procesos de Garzón y otros jueces para que los criminales, en muchos casos ancianos, sean extraditados y juzgados en otros países.

Pero si se pone fin a la impunidad, aunque sea por orgullo patriótico, los acusados deben ser enjuiciados en Argentina. Quizá sea traumático, pero es un peaje ineludible para tejer un sólido futuro democrático. En España lo sabemos bien, porque aún tenemos parte de la asignatura pendiente. Además, la doctrina de la incipiente jurisdicción universal y del Tribunal Penal Internacional lo avalan.