La desconexión de los políticos con la realidad es notoria, algo que forzosamente se refleja en el lenguaje. El castellano que habla la ciudadanía no coincide con el suyo. Sí, las palabras a priori son las mismas; lo que cambia es su significado.

Ante las algaradas que se están viviendo en Cataluña, enquistada en un clima de corrupción, agitación callejera y violencia, el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, ha dicho que en Cataluña «todo está transcurriendo de modo asumible». He tenido que buscar en el diccionario el adjetivo «asumible» («Que se puede asumir») para constatar que Ábalos se expresa en una lengua desconocida. Si hubiera estado en la oposición -y no conchabado con Quim Torra y otros agitadores de similar pelaje-, hubiera afirmado con su habitual voz campanuda que lo que está ocurriendo en Cataluña es «inadmisible», «vergonzoso» o «insostenible».

Pero como Ábalos no está en la oposición, se ve obligado a interpretar un papel ad hoc en este teatrillo del absurdo que es la política. El ministro de Fomento no es una excepción, es tan solo un superviviente más -y los hay a patadas, de izquierdas y de derechas- dispuesto a decir lo que haga falta con tal de seguir ocupando un cargo.

Entender los mensajes de nuestros mandatarios no es sencillo, pese a que compartimos el léxico y las reglas gramaticales. Para descifrar sus ideogramas, es necesario conocer el contexto, el momento histórico y las alianzas firmadas por sus partidos. Tal vez así logremos averiguar a qué se refieren cuando farfullan palabras como «diálogo», «fascista», «pueblo» o «libertad», cuyo significado, fuera de su ámbito, es inequívoco. Sin un estudio político-lingüístico, no comprenderemos qué quiere vendernos realmente el político de turno.

Se achaca a los políticos la falta de lecturas. Al menos nos consta que la inmensa mayoría de ellos han leído El Príncipe, de Maquiavelo.