XDxicen que, cuando la enfermedad tenía postrado a Verdi en la cama, el rey de Italia ordenó cubrir de aserrín los alrededores de su casa para que el estrépito de los coches de caballos no perturbase su descanso. Y esto, que pudiera parecer un privilegio desmedido, es a mi entender un acto de humildad, de verdadero reconocimiento al genio de un hombre que lo dio todo, no sólo por su patria, sino también por el engrandecimiento de la humanidad, pues hoy en día seríamos mucho menos personas sin las partituras que este señor compuso hasta poco antes de su muerte.

Hay que ser muy grande y muy sabio para saberse entregar a la magnificencia de los grandes hombres. Ortega pensaba que esta carencia constituía uno de los defectos de la modernidad, y no el menos nocivo. La democracia ha levantado ante nuestros ojos el espejismo de la igualdad, de hacernos creer que todos somos iguales, cuando la vida nos demuestra que eso es sólo una banalidad, un artificio. Podemos serlo ante la ley, que es otro artificio, y aun así se podrían poner muchísimos reparos. Pero el talento, amigo mío, eso es otra cosa, una especie de aristocracia natural, acaso la única verdadera. Y no hablo del talento desproporcionado al estilo Verdi o Neruda, sino del talento para realizar cualquier tarea, un buen pan, un buen libro, levantar un tabique o arreglar una grifería. Porque tales menesteres requieren dedicación, esfuerzo, sacrificio y una voluntad a fuerza de contratiempos. Yo me quito el sombrero ante la pericia de ese señor que descama los besugos en el supermercado sin que ni una sola escama me salte a los ojos, del mismo modo que me quedo boquiabierto ante un buen orador que me enaltece el corazón con la fuerza de sus frases bien hiladas. Por gente así les aseguro que dejaría que el alcalde de mi pueblo aserrinara las calles los días en que la jaqueca o un constipado ataque sus humores.

Sin embargo, qué decir de esos tipos que andan a la caza de privilegios sin más talento que el que otorga esta sociedad embelesada en la estupidez y en el morbo. Estoy hablando de gentes como ese hincha que saltó al campo de juego en la final de la Eurocopa para arrojar una bandera a la cara de Figo y que por lo visto está ganando un pastón con extravagancias de esta índole. También podríamos meter en el mismo saco a muchos diseñadores modernos que se ganan la vida perpetrando idioteces sobre las pasarelas. Aunque estos casos, después de todo, no son más que particularidades inofensivas de la sociedad del ocio. Hay lances más terribles, capítulos que verdaderamente hacen pensar que la cosa se nos está yendo de las manos. Son muchos, casi infinitos, pero a mí me han sobrecogido especialmente las imágenes de un juicio que se está celebrado en Bélgica por el asesinato de nueve niñas.

El asesino es un hombre con cara de profesor de ciencias sociales, un tipo que ha demostrado una vocación irreprimible hacia la lectura y las vírgenes, un tipo que durante el juicio no ha parado de tomar notas en una libretita azul. Y es este detalle de la libreta el que me ha inquietado, el que en verdad me resultó escalofriante, sobre todo cuando me enteré que lo que escribe son sus memorias.

¿Es posible imaginar algo más tétrico que un asesino escribiendo sus memorias en presencia de los padres de las víctimas? ¿No es terrible pensar que si las escribe es porque no desconoce que alguien pagará por ellas una suma considerable? ¿No es de locos pensar que tras esa libreta se esconde un libro y una película que probablemente hagan la fortuna de los herederos de ese desequilibrado? Seguramente se pague más por esa horrenda libretita azul que por las memorias de Verdi.

*Escritor