Atodos nos gustaría poder confiar, pero nos lo ponen realmente difícil. Hay quien es más proclive a la fe ciega, al seguidismo acrítico, o a sumarse a un rebaño sin pastor en su trayectoria suicida. Pero también hay gente que tiende a no creer a pies juntillas todo lo que le cuentan, a hacerse preguntas, y a contrastar datos y escrutar acciones y declaraciones. Este afán por conocer la verdad de los asuntos suele requerir de tiempo y dedicación. Y, cuando se exponen las conclusiones a las que se llega, muy frecuentemente, se sufre cierta incomprensión, cuando no aversión o violencia. Pero esto no es, desde luego, nada nuevo. Porque, a lo largo de la historia, ha habido mucha gente que ha sido quemada en hogueras por sus predicciones y diagnósticos. Mas lo frecuente de la injusticia no la hace menos grave. Y por eso hay que denunciar que, en esta crisis mundial del coronavirus, ha habido mártires, como suele ocurrir en todos los momentos de zozobra. Uno de ellos, uno de los visionarios que supieron calcular la dimensión del peligro que supondría el coronavirus, fue el doctor Li Wenliang. Y lo pagó con su libertad, primero, y, finalmente, con su vida. Y no deberíamos olvidarlo. Porque sí, hemos de dar gracias porque China nos envíe mascarillas y equipos para afrontar la pandemia. Pero esto no debería llevarnos a obviar que la implacable dictadura comunista detuvo a Li Wenliang por el mero hecho de haber dado la voz de alarma sobre este peligro que atenaza ya a todo el mundo. Tristemente, el doctor contrajo el virus y falleció. Pero su valiente testimonio y su pronóstico pronto y certero deberían quedar fijados de manera indeleble en el relato del origen del hecho histórico. Decían nuestros mayores que «no hay peor ciego que el que no quiere ver». Y está claro que el oftalmólogo chino Li Wenliang no fue capaz de curar la ceguera voluntaria de los jerarcas comunistas chinos. Después, la realidad hizo el trabajo que Li Wenliang no pudo concluir. Desgraciadamente, hemos contemplado cómo, más tarde, y conociendo ya la experiencia china, los gobernantes de otros países han incurrido en la irresponsabilidad de mirar también hacia otro lado, mientras que las voces más preclaras alertaban del peligro. El empecinamiento, la inepcia y la estulticia de algunos pueden conducir al precipicio a decenas o centenares de miles. Es la maldición que sufriremos por no tener al frente de nuestras naciones a personas revestidas de ese don tan valioso que es el verdadero liderazgo. H*Diplomado en Magisterio.